Capítulo 45

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THOMAS

Bajé hasta la cocina y robé tres caramelos de un frasco, espié por la puerta de servicio y allí se encontraba el camión proveeduría que conducía Romeo; en el que casi todos los días me escapaba a Civitas. Mastiqué uno y metí el resto en mis bolsillos antes de salir.
Había conocido a Romeo hacía algunos años, después de salvarle el cuello en una pelea barrial. Él también había perdido a sus padres, y se encontraba huérfano y sumido en el lado oscuro de la calle; teníamos diecisiete años en aquel entonces, y Romeo conocía tan bien el licor que casi podía producirlo de tan sólo pensarlo. Quizás no era un cachorro subversivo, pero demostraba serlo incluso más que cualquiera de nosotros.
A Marco en cambio, lo había conocido a través de mis padres; era el hijo de una de las costureras que ayudaba a mi madre con la ropa (y amiga subversiva a su vez). Susanne acabó desapareciendo como muchos otros. Su marido, en cambio, acabó reclutado. Lo curioso era que a ninguno de los dos nos habían perseguido por la herencia de nuestros antecesores.

Aquel día me encontraba dispuesto a romper con toda reputación que Dony había logrado formar sobre mí; estaba dispuesto a dejar de ser aliado para convertirme en amenaza.

Metí las bolsas que había armado en la heladera andante, que sólo tenía una pequeña y un miserable ventanita corrediza que daba al asiento del conductor. Y me acerqué con prudencia a Romeo. Nunca sabes cuándo están espiando, pensé.
— ¿De regreso lo espero aquí, jefe? —preguntó acomodando su boina. Era lo único que rompía con el uniforme de repartidor.
—Claro —contesté mirando el cielo.
Romeo prendió el motor mientras comenzaba a cruzar la calle, justo cuando estaba por la esquina me alcanzó hasta ponerse a la par.
—En caso de que mueras, cobraré las deudas sacando algunos adornos de la cocina.
Lanzó una risita.
—Infeliz —mascullé y le lancé mi dedo.

De camino a la congregación varios vecinos intentaron acercarse para saludar; dediqué una pequeña sonrisa y una reverencia a cada una de las damas que pasaron frente a mí. Un líder de veintiún años, con una gran fortuna y soltero; era carne fresca.
Una de las tantísimas cosas que implicaba el estar encerrados entre muros, era que nos encontrábamos atascados en el tiempo. Incluso habíamos tenido un retroceso importante. Lejos de la tecnología avanzada y de los movimientos ideológicos (tales como, por ejemplo, el feminismo), habíamos vuelto a las bases del pensamiento conservador: mujer que nace es esposa o madre. Si lo consigue antes de los veintitrés, mejor.
Nuestro mundo no era más que una fiel copia de costumbres de siglos anteriores. Y eso, realmente, apestaba.
¿Cómo podía ser que millones de personas hubieran luchado alguna vez por sus derechos y, sin embargo, los hubieran arrojado al basural al levantar los muros?
Aún viviendo en el Epicentro, donde abundaban techo, comida y agua, sentía que no sabía cómo era tener derechos. Por eso imaginaba que menos aún lo hacían las personas que vivían del otro lado de Genux. Gastar horas de trabajo intentando hacer una revolución era estúpido; quizás el hambre sería más mortal que los Oficiales.

El imponente edificio se alzó frente a mí antes de lo esperado, algunos señores platicaban en la puerta, otros se dirigían hacia los patios o hacia los salones. La actividad parecía calmada y rutinaria, como era de esperar; y sólo podía escucharse el maldito ruido de la cascada en una de las paredes, y los zapatos de charol golpear contra el mármol de los escalones.

Llegué la puerta y saludé con sonrisas a todos los que encontré; en ese tipo de lugares la falsedad era lo único que lograba mantenerme en pie.
Dentro, las alfombras de terciopelo y los techos con pinturas angelicales combinaban con la iluminación del momento. Todo era color blanco, y aquella tarde las luces variaban entre los tonos de rojos y naranjas.

No hizo falta que cruzara el gran salón de estar, donde había sillones de finas terminaciones y candelabros con perlas, sino que abrí con cuidado una puerta y caminé por un extenso pasillo. Aquel era un clásico en el Epicentro: pasillos de retratos, tal y como el que estaba en mi casa, sólo que éste tenía cuadros con el rostro de cada uno de los líderes que había (alguna vez) gobernado Genux. Era un ambiente ancho que rodeaba toda la estructura, nunca sabía quién podría aparecer al doblar la esquina. Cada tanto había puertas de roble y cada tanto ventanas que iban del techo al suelo; ese pasillo funcionaba tal y como las antiguas avenidas. Conectaba casi todas las partes del lugar.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora