Capítulo 13

118 25 4
                                    

Destrabó la puerta.
—Prefiero salir por la ventana —comenté.
—Y dejar que la guardia del parque nos delate, claro —dijo asintiendo.
Antes de salir de la habitación, me acerqué hacia donde había arrojado la linterna, y la guardé en el bolsillo de mi buzo. Él hizo una seña para que me mantuviera en silencio, y luego pasamos caminando por un salón que no noté cuando tenía el arma apoyada en mi espalda.
Todo estaba a oscuras, y nuestros pasos no sonaban a pesar de que estábamos en completo silencio. En el otro extremo del salón viramos hacia un pasillo larguísimo; tenía alfombra en el piso y ventanales amplios que daban al jardín, también cuadros de personas que no me detuve a observar. Antes de llegar al final del pasillo, entramos por una puerta a un enorme vivero; el ambiente era pesado, muy húmedo. Había dos pasillos sin mesas con plantas para atravesar la habitación, pues todo lo demás estaba colmado de enredaderas, masetas de todas las formas y tamaños, e incluso plantas que salían de canteros en las esquinas.
Nos topamos con una puerta de hierro color negra, la cual se veía bastante vieja y pesada. Al atravesarla, el ambiente fue otro. Allí había un patio de invierno redondo, con paredes de piedra y ventanas oscuras a los costados. El techo parecía estar al descubierto; había una fuente natural con una cascada pequeña y peces en el estanque, algunas enredaderas cubrían las paredes y parte de la escalera caracol. En el entrepiso podía ver algunos almohadones y frazadas, todo estaba levemente iluminado por el cielo estrellado.
— ¿Qué hora es? —pregunté y él señaló un reloj que salía de las piedras, sobre la fuente. Eran cuatro y tantas de la mañana.
—Esta puerta da a unos arbustos que cruzan todo el parque, nadie te verá —dijo.
Hubiera dicho que por allí había llegado, entonces no hubiera tenido que cruzar toda la casa.
— ¿Tienes idea de cómo salir del Epicentro?
Era una pregunta con trampa.
—Sí.
—Estoy casi seguro de que no vas a usar la puerta principal —sugirió analizándome.
— ¿Y tú qué puerta utilizas? —y di en la tecla otra vez.
Me observó una vez más.
—Ajá. Qué lista.
—Lees libros y visitas Civitas —afirmé sosteniendo el peso de mi cuerpo en una pierna, y clavándole la mirada.
Se detuvo un momento antes de contestar.
—Te sorprenderían algunas cosas de mí.
—Lo dudo —dije con tono arrogante y me acerqué a la puerta.

Antes de que tuviera tiempo de hacer alguna otra pregunta, abrí la puerta y salté hacia los arbustos. Antes de virar hacia la casa de Zora, volteé y comprobé que no me seguía. Estaba completamente sola.
La casa de Zora se veía fantasmal con las luces blancas de la calle iluminando su frente y parte del costado, supuse que en el Epicentro también dejaban las estructuras como recordatorio constante y crudo de lo que podía sucederte. Al fin y al cabo, con más o menos dinero, las personas del Epicentro eran eso: personas.
Debería volver algún día por el cofre, pensé mientras recorría el túnel con cierta pereza. Después de tanta tensión, mi mente y mi cuerpo se negaban a enfrentarse nuevamente al estrés de llegar a casa.
Sentada en los escalones, esperando, me había puesto a pensar que no podría nunca liberarme de ese mundo. Siempre encontraría la excusa para volver. Otra cosa estaba clara: más de una persona había logrado cruzar los límites. Me sorprendía que tantos subversivos habitaran el Epicentro, tal vez allí era más fácil. O tal vez había la misma cantidad de subversivos que en nuestro lado de la ciudad, sólo que siempre el criminal era el más pobre.
Esa maldita desigualdad. Siempre la misma desigualdad. ¿Qué era lo que otorgaba a alguien más poder? ¿Por qué unos vivían a expensas de otros? Si el dinero nos había hundido una vez, ¿Por qué no buscaban otra forma? A mis ojos, había dos cosas que habían sido el motor de las guerras antes de Genux: dinero y poder. Eran las dos primeras cosas por las que un hombre mataba y moría. Y la tercera era el amor.
Me sentía como un bicho raro. Sentía que todos percibían las desigualdades pero sólo unos pocos decidían no naturalizarlas. No aceptarlas.
Al salir del túnel me encontré con que la luz del alba había estirado su manto, y algunos camiones de trabajadores (aquellos que, por horarios de entrada, no respetaban el horario del toque) estaban en andas. Creí que ir vestida absolutamente de negro y con una capucha tan grande había hecho que pocos me prestaran real atención.
Llegué a mi casa sin mayores problemas, desesperada por lo que iba a encontrar allí. Unos padres desequilibrados, una hermana, mis amigos, o nadie. Una idea me cruzó por la mente, me vi en mi casa despertando a mis padres. Diciéndoles que Helen había desaparecido por mí culpa. Un escalofrío me recorrió la espalda y un terremoto interrumpió mi cuerpo.
Entré de forma torpe, casi arrancando el picaporte. Mi hermana se levantó del sillón y me abrazó, dejando caer la frazada que llevaba puesta. Mi madre saltó de la silla y comenzó a llorar, mi padre apareció desde la cocina con una inmensa expresión de alivio.
Sentí los brazos de mi madre envolvernos y apretarnos fuerte, bañándonos con su calma y besándonos por todos lados. Ellas lloraban, estaban completamente quebradas, mi padre solamente observaba a unos metros. Su rostro me acusaba. Caminó hasta el sillón y recogió la frazada, la apoyó sobre mis hombros y me llevó a sentarme.
Estaba rendida, pero no lloraba. A decir verdad, había pasado una de las noches más impactantes de mi vida. Me sentía más viva de lo normal.
— ¿Te hicieron algo? ¿Te duele algo? —mi madre tenía sus ojos desorbitados.
—No me encontraron, estoy bien —dije.
Entonces mi padre apretó sus puños y comenzó a gritar.
— ¡¿Cómo se les ocurre?! ¿Cómo pudieron pensar en eso? ¿Salir de noche? ¿Les parece, acaso, una excursión divertida? ¡Estaban en grupo! ¡Podrían haberlos encontrado!
Mi padre movía su flaco cuerpo de un lado a otro, estiraba sus largos brazos y hacía ademanes. Sus enormes y redondos ojos verdes delataban sus ganas de llorar. Aún así, estaba muchísimo más enojado que triste.
—Cálmate, William, no es el momento —pidió mi mamá, no era buena señal que dijera su nombre.
— ¡Claro que es el momento, Mary! ¡Tus hijas están aquí de casualidad! —agitaba sus brazos rascándose la cabeza y refregándose la cara —. Tantos años de educación, de confianza, para que hagan algo así.
—Annabeth nos salvó —se atrevió Helen entre sollozos.
—Y podrías estar muerta por ella también —sentenció él —. Esperaba más de ti, aunque me vale poco lo que hagas tú. Ya eres mayor. Pero, ¿dejar que tu hermana se involucrara en esto?
Algo duro me apretaba el pecho y la garganta, una lágrima se me escapó mientras mi padre tomaba su bolsa para ir al trabajo.
—Tendrían que replantearse quienes las llevan a comportarse así...
—Papá, no... —me negaba a que le echase la culpa a alguien más.
—Hablaremos cuando vuelva — dijo y cerró la puerta con fuerza.
—No sabe lo que dice, cariño. Está nervioso por todo lo que pasó —me calmó mi madre.
—Tiene razón —balbuceé.
—Yo decidí ir, no es culpa tuya —dijo Helen.
—Debería habértelo prohibido, Helen —negué varias veces con la cabeza —. ¿Cómo están los demás?
—Elioth me acompañó hasta aquí y se quedó hasta que Papá lo echó, Moro y Daniel fueron a sus casas. Teníamos miedo que sonara la alarma, fue todo muy rápido.
— ¿Dónde estuviste? —preguntó mi mamá acariciándome el cabello.
Un silencio se produjo.
—En la Plaza de la Vegetación. Me escondí por los arbustos antes que me vieran. 

Vi de reojo cómo mi hermana intentaba conectar nuestras miradas. No quise ser cómplice de aquel pensamiento, sabía que estaba recordando la primera vez que desaparecí.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora