Capítulo 19

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Sobre la fina madera de la mesa ratonera que se ocultaba sobre los sillones, se encontraba el cofre, tal y como lo había dejado días atrás. Me acerqué y deslicé mis dedos sobre el tallado, hasta acabar en la cerradura: la llave debería ser pequeña y bastante tradicional, como la miniatura de una llave para abrir un altillo.

Dónde estás, pensé. Me acerqué al tablero y prendí las luces.

Recorrí todos los estantes, uno a uno. Incluso aquellos estantes que tenían fotos, volteé los adornos y sacudí algunas cajas. Si bien buscaba en cada rincón, no dejaba absolutamente nada fuera de su lugar. 

Y de repente, un ruido seco hizo que saltara a un costado. El eco de mi grito permaneció en la sala durante un segundo, y la rata que había tirado el adorno de la estantería, comenzó a correr con desesperación hacia un lugar seguro. 

Maldiciendo, me acerqué y levanté la figura de cerámica del suelo, que se había partido justo a la mitad. Me quedé observando ese mismo estante, y justo cuando mi pulso se había empezado a acomodar, vi algo que me llamó la atención. No sólo llamó mi atención, sino que hizo que sintiera el mismo acelere que instantes atrás.

Un colgante dorado con una pequeña piedra brillante de color rojo, colgaba desde uno de los libros. Había visto esa forma antes, esa piedra; me resultaba muy familiar.
Tardé unos minutos en darme cuenta que era el colgante de Zora, lo llevaba puesto los días que la conocí. Sin embargo, no recordé si lo tenía en el cuello la noche que los Oficiales irrumpieron su casa. Evidentemente no. 

Saqué el libro de lugar, estaba liviano, y algo se movía dentro. Era el libro de las historias que Zora me contaba. Tenía tapas duras y era de un rojo intenso. Lo abrí y allí estaba. En el medio de las páginas había una pequeña tumba donde yacía una llave. 

Ésta encajó a la perfección, y al girar varias veces la cerradura, el cofre se abrió.
Dentro había un libro escrito a mano —aunque no entendía los símbolos, la forma en la que se disponían me hacía pensar que parecía un diario—, una pluma y un diario en blanco, un mapa de la ciudad que estaba doblado en una de las solapas del libro escrito, que curiosamente no detallaba Genux. Más bien, el mapa se ampliaba hacia... las afueras. Justo en un costado del cofre, encontré un pequeño pastillero de metal, con dos pastillas blancas dentro.
— ¿Qué es todo esto, Zora? —susurré.
Sin perder el tiempo, guardé el collar en el cofre, y el cofre en mi bolsa. Crucé con cuidado el salón de la casa de Zora y salí por la puerta de servicio. Tendría tiempo de detenerme en aquellos escritos más tarde.

El ruido de los regadores andando era relajante, los grillos sonaban a lo largo y ancho de la calle. Sapos de los jardines bailaban junto al agua y se concentraban donde había luz. La ventana del frente de la casa de Tom estaba complemente cerrada, y las luces apagadas.
Más allá de los árboles, había una sombra que deambulaba sin cesar. Pronto me di cuenta que la sombra no estaba sola, sino que la acompañaban otras dos.

Tomé el camino de los arbustos, sin embargo, a unos cuantos metros de la puerta del patio de invierno, resolví que si me movía muy cerca de aquella sombra que deambulaba sobre mi costado, acabaría con un tiro en la frente.
Como si lo hubiera llamado con mi mente, un pequeño cachorro salió chillando hacia la calle, desde uno de los lados de la casa.
Las tres sombras empuñaron sus armas, como si hubieran estado con sus dedos en el gatillo todo el tiempo. En ese momento, Tom salió de la puerta del patio de invierno.
— ¡Yago! —gritó, a pesar de ser de madrugada.
Una de las sombras corrió al encuentro del perrito (al cual no lograba ver entre los arbustos), y se arrojó al piso. Supuse que no había dado con el animal, porque la segunda sombra había salido disparada en dirección contraria, semi agachada.
Muévete, pensé. La tercera sombra seguía cerca de mí, y observaba sin inmutarse.
Fue cuando el perro comenzó a correr hacia la calle, que Tom se dirigió a la tercera sombra.
—Tráiganlo —dijo.
—Pero, señor...
Tom hizo un ademán, y cuando la sombra se alejó lo suficiente, giró hacia mí, y me indicó con la mano que siguiera el camino hasta la puerta.
Cielos.
Tres segundos al descubierto, y luego, estaba dentro. Tom cerró la puerta detrás de mí.
— ¿Estás loca? —me preguntó en un susurro más parecido a un grito.
Se llevó el dedo a la sien, y sacudió el brazo.
—Wong estaba cerca de ti, ese tipo huele a sangre. Cariño, tenemos que hablar sobre tus deseos de vivir experiencias cercanas a la muerte...
La cascada pegaba contra el lago y era el único ruido que había. Tom tenía puesta una camiseta ajustada, y pantalones inmensamente anchos que lucían diseños exóticos.
—No iba a verme —dije, sin importancia, mientras me quitaba la capucha y el pañuelo del rostro.
Él suspiró.
—Claro —dijo como si lo hubiera olvidado —, la invisibilidad... Cierto.
Dejé la bolsa de cuero con el cofre dentro en el piso, y jalé mi cabello fuera de mi ropa. Al levantar la vista, por un instante, me crucé con mi reflejo en uno de los vidrios oscuros. Lo rubio llovía a ambos lados de mi rostro; lo verde de mis ojos llegaba más allá de lo oscuro en el cristal.
—Vamos, Tom, no me digas que estás tenso...
A lo lejos se escuchó el ladrido de un perro. Poco a poco se acercaba.
—Sube —se limitó a decir.
Corrí hacia las escaleras y di vueltas una y otra vez, hasta llegar a la cima: un espacio bastante más grande que mi segundo rellano, pero igual de acogedor. De un segundo a otro me encontré rodeada de almohadones y frazadas en tonos rojizos, anaranjados y marrones. La vista al cielo, era simplemente espectacular.
—Gracias, Wong —dijo Tom al abrir la puerta. No me atreví a espiar.
El guardia saludó, y volvió a su puesto.
Antes que Tom apareciera por las escaleras, lo hizo el pequeño cachorro, que de forma automática se volteó junto a mí sin dejar de jadear.
—Debes haber dado un buen paseo —susurré, y le acaricié la barriga. El cachorro era color crema, con una gran mancha marrón en el hocico y en el lomo; evidentemente era raza chica, y no crecería mucho más.
—Bien —dijo Tom en un suspiro —, supongo que no estás aquí por mí...
Se sentó justo frente a mí, con la espalda recta contra el barandal, y los antebrazos en las rodillas.
—Necesito un favor.
Después de una risa forzada que rozaba el límite de la burla, Tom se dignó a preguntarme qué era lo que necesitaba.
—Mi mejor amigo desapareció.

Esperaba la reacción promedio: cara de tragedia, palabras de consuelo, consejos inservibles... todas aquellas reacciones que había tenido yo, cada vez que había recibido la noticia de una desaparición. Sin embargo, nada de eso sucedió; Tom no se inmutó, más bien, mantuvo su mirada en mí hasta que (con cautela) volví a hablar.
—Y necesito que me ayudes a conseguir algún tipo información sobre él...
— ¿Qué te hace suponer que puedo hacer eso?
Su reacción fue instantánea, y hasta un poco precipitada. Su expresión había hecho que sintiera que dudaba de mí y, por alguna extraña razón, sentí un calor increíble trepar de mi garganta hasta mi rostro.
—Bu-bueno, el trato que tienes con los Oficiales, aquí... Allá es diferente...
Se lo pensó, sin dejar de mirarme. Entonces entendí que tendría que convencerlo.
—Mira, mi amigo desapareció y no aplicaron el protocolo; él no es... no forma parte de nada; tengo la teoría de que está en otro...
—Tu amigo no parecía de los tranquilos en el mercado —dijo.
Douglas. Debí haber sabido que había logrado verlo.
—No, él no es.
Me limité a contestar. Y me dio la impresión de que se había quedado con las ganas de preguntar más; era evidente que el aspecto de Douglas, y mi forma de apartarlo, le había resultado sospechosa, o cuanto menos curiosa.

Tom se quitó una goma de la muñeca, la estiró y aprisionó unos cuantos bucles castaños en la corona de su cabeza.
— ¿Vas a ayudarme, o no?
Pregunté, y automáticamente me levanté, dispuesta a bajar la escalera.
Tom ladeó la cabeza y me miró como si no tuviera remedio.
—Cariño, no todo es tan fácil como crees. No puedo ir por la vida preguntando si vieron o no al subversivo que desapareció días atrás.
—No es un subversivo...
—Lo es para todos los demás, cariño.
Sin contestar, caminé tranquila hasta la escalera, y comencé a bajar en saltos cortos y fugaces.
— ¿Cómo se llama?
Levanté la vista, y Tom estaba asomado por el barandal. Desde ese mismo ángulo los huesos de su mandíbula se marcaban muchísimo más.
—Elioth Stevenson —dije, y me calcé la bolsa en la espalda.
—Elioth Stevenson —repitió.
Escondí mi cabello en mis ropas, subí mi capucha y mi pañuelo.
—Sí —dije.
—Ve al mercado en tres días, por la tarde, te esperaré en el mismo callejón que antes.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora