Me desperté en el segundo rellano con la luz del alba en mis ojos y la brisa fresca jugueteando con mi cabello. La noche anterior no habíamos tenido la conversación de la muerte; mi padre se había ido a dormir sin comer y sin despedirse; lo que suponía malos augurios.
A un costado estaba el cuadro que los Roth me habían regalado. En el centro, donde estaba el sol, la chapa no dejaba de girar y eso me hizo sonreír. Aquella parte movible formaba un espiral, y al girar parecía que el sol no tenía fin. Justo en ese momento, el cuadro pasó de ser un simple objeto a ser un regalo. Veía la increíble magia, y entendía por qué Moro había insistido tanto con que lo pusiera en ese lugar.
Abrí la puerta y el sonido hizo eco en la escalera. Mientras bajaba, pude ver cómo mi padre atravesaba la sala con su bolsa colgada al hombro.
Bastante temprano para un día de trabajo normal, pensé y eché un suspiro (no sabía si de alivio o a mi pesar).Camino a la plaza, la calle comenzaba a iluminarse y las ventanas de las casas mostraban sombras en su interior. Trabajadores y trabajadoras de todo tipo, cruzaban de esquina a esquina apresurados con sus trajes estropeados. Sólo veía unos pocos adolescentes acercarse a la plaza; todos tenían el uniforme escolar, y la misma cara de pánico desvelado.
Al llegar a la Plaza de las Arenas, permanecí a un costado; con las manos en los bolsillos, esperando que uno de los camiones verdes se acercara. Esos eran los camiones que iban al Este. Sabía que Daniel tomaba el autobús en una plaza contigua, a unas cuantas cuadras, pero me extrañó no ver a Elioth. Solamente rogaba que no se hubiera quedado dormido.
Un camión verde se acercó y las personas se empujaron unas a otras para subir. Nadie pedía permiso, ni perdón. En medio de todo el revuelo, una chica de mejillas infladas y pelo rizado me extendió la mano.
—Gracias —dije al subir.
—De nada —me sonrió, estirando cada parte de su rostro. Se notaba que estaba exaltada.
Me senté junto a ella devolviéndole una sonrisa más tímida, y acomodé mi falda para no arrugar la suya.
El camión comenzó a moverse, y cada una de las partes sueltas empezaron a golpearse entre sí, y contra el suelo. Nadie iba de pie, todos estábamos sentados; los tablones eran igual de incómodos y rectos que los del camión escolar. Por la parte trasera podía verse otro autobús verde, tan sólo unas cuadras atrás. Cada vez que llegábamos a una plaza, el chofer gritaba su nombre y algunas personas se subían, otras se bajaban. Así fue cruzando del Oeste al Este de Civitas, haciendo parada en los lugares importantes.
Cruzamos un puente y entramos al mercado, que aún estaba cerrado. Contados almaceneros tendían sus puestos alrededor de la Plaza del Mercader.
Transitar con tanta facilidad las calles en ese barrio me parecía algo fascinante. Resultaba imposible imaginar ese lugar, hora y media más tarde, repleto de tablones y cajones.
— ¡Fábrica de Ropas del Este!
Sólo dos personas bajaron conmigo del camión: una mujer vestida de un violeta triste y, a mi sorpresa, la chica que me había ayudado a subir. Por último salté, y el autobús verde se alejó antes que tocara el piso.
—Wow —susurró la chica a mi lado.
El imponente edificio gris se alzaba hasta el cielo, cubierto de ventanas sucias y rotas. Cruzamos la verja y nos unimos al grupo de estudiantes que esperaba a los pies de las magníficas escaleras que llevaban a la puerta del lugar. Mujeres nos esquivaban para entrar a trabajar, algunas con abrigos sobre sus mamelucos violetas.
Un hombre delgado salió del montón de estudiantes y se situó escalones arriba. Después de estirar su cuello y contarnos con la mirada, sacó de su axila derecha una planilla y comenzó a hablar.
—Miranda Duffer —dijo fuerte y claro.
Una chica levantó la mano tímidamente.
—Dulce Gaos —otra lo hizo.
—Lucinda Puch —la chica del camión levantó la mano.
Éramos alrededor de veinte chicas, una por una fuimos nombradas y, al terminar, el hombre rayó la planilla con sus esqueléticos dedos.
—Bueno —dijo —. Mi nombre es Hugo Cásares. Soy instructor y coordinador de la Fábrica de Ropas del Este.
Esperó un momento antes de seguir. Parecía que no pensaba las palabras.
—Bienvenidas. Cada una de ustedes fue elegida para cumplir una función en este lugar. Lo primero que voy a hacer es dividirlas en seis grupos, luego les mostraré los lugares que compartirán durante el tiempo de descanso y, por último, las dirigiré a sus sectores de trabajo.
Repitió la lista y nos asignó una letra a cada una. Lucinda estaba en el mismo grupo que yo. Ambas nos miramos con sorpresa, parecía que no había escapatoria.
— ¡Ajá! Justo a tiempo, Larry —exclamó Hugo exagerando sus gestos.
Un hombre gordo (Larry), se acercó con una gran caja de cartón. La apoyó en uno de los escalones y, después de mirarnos con desprecio, se alejó sin decir nada. Al llegar a la puerta, lo vi arrastrar un carro de escobas y baldes.
Hugo abrió la caja de un tirón y tomó la lista otra vez.
—Tendrán que usar el uniforme todos los días. Mi consejo es que cuiden de él, pues será el único que tendrán —aseguró con una risita.
Repasó la lista (por tercera vez), y nos entregó los uniformes. Un mameluco violeta con nuestros nombres bordados en el pecho, justo por encima del símbolo de Genux.
—Bueno, para ahorrarnos tiempo les entregaré unos papeles. Su trabajo es memorizarlo en el camino, queridas, colaboren un poco —dijo, haciendo un ademán.
Parecía cansado ya de tantas explicaciones. Nos entregó un pergamino que se titulaba "Reglas".
ESTÁS LEYENDO
SUBVERSIVOS #1
Fantascienza"Silencio. Silencio. Y luego -sin aceptar que aquello podía ser producto del deseo y la esperanza- el eco ínfimo del agua a lo lejos. No teníamos otra opción. Tomé tres granadas de la bolsa que l...