Salvador había llamado a la puerta de mi casa al regresar del trabajo, minutos antes de que yo llegase. Elioth no había dormido en su casa la noche anterior, y no había asistido a trabajar, tampoco había aparecido por la tarde.
Aquella noche cenamos en silencio, y justo antes de subir a nuestras habitaciones, mi padre habló por primera vez desde el desafortunado desenlace de la noche anterior.
"Manténganse al margen de la desaparición de Elioth, vamos a intentar de mantener la normalidad en esta casa" había dicho. Claro que aquello desató una guerra campal. No sólo estaba fallándole a Salvador, sino a nosotras, puesto que sólo el hecho de que mi padre considerara la posibilidad de no ayudar a encontrar a Elioth, nos decepcionaba. Esa extraña manera de protegernos que tenía mi padre, rozaba los límites de la lógica. Caminaba la delgada línea que separaba la protección de la opresión.
Cuando todo viró hacia los gritos y el llanto —de mi parte—, mi padre nos envió a la cama.
Sinceramente, no tenía fuerzas para resistirme, y tampoco las tenía para seguir observando a aquel hombre que había pasado a ser un completo desconocido. Ese hombre era tan cobarde, que no había podido mirarnos a los ojos durante todo su discurso.De todo el drama habían pasado tres días. Tres pesados días de trabajo, de no dirigirnos la palabra, de intentos desesperados de parte de mi madre por unirnos otra vez, de espera y de apego a una esperanza que con cada hora se volvía más diminuta.
Tres días y Elioth no había aparecido, me despertaba y me acostaba pensando en dónde estaría, qué estaría haciendo. ¿Estaría vivo? ¿Tendría frío? ¿Pasaría hambre?
Tres días había tardado en decidirme, y en desafiar la regla impuesta por mi padre. Crucé dos veces la calle y toqué la puerta.
—Nada. Nadie ha venido, Annie, estoy volviéndome loco.
Al parecer, mi padre no había sido la única persona en transformarse luego de la desaparición de Elioth —claro que no lo había sido—. Un Salvador muy diferente al que conocía abrió la puerta aquella tarde: tenía barba, ojeras profundas, y hasta se veía más delgado. Era un Salvador con la risa extinta, y voz de suplicio constante.
Los Oficiales no habían llamado a la puerta de la casa de los Stevenson para entregar el comunicado. Todo parecía tan raro, Elioth no participaba en ninguna organización, o por lo menos, hasta donde sabíamos quienes lo conocíamos. Tampoco lo habían encontrado cometiendo un delito, porque de haber sido así, el protocolo contra subversivos hubiera sido aplicado.
Nada había llegado; ni carta, ni telegrama, ni Oficiales. Su padre había buscado en la antigua casa de su madre, que había fallecido años atrás, pero aquello tampoco resultó. Sin embargo, no había sido aplicado el protocolo, lo que significaba... No lo sabes, no sabes lo que significa.
Una parte muy grande de mí creía con firmeza que realmente Elioth no había desaparecido, sino que había escapado, estresado y agobiado por la cantidad de cambios venideros.
Además, otra parte de mí no paraba de hacerse preguntas. ¿Dónde se ocultaría lejos de los Oficiales? ¿Estaría con alguien más?
Y por último, tenía la parte de mí que no paraba de repetir, una y otra vez, las secuencias de nuestros últimos encuentros... En la casa Domenech, en la casa de los Stevenson, en la calle. Su despedida, su mirada, su rareza. Mi mente no paraba de repetir esas memorias, como si tuviera miedo de que se escapasen para siempre. Quería asegurarme de que mi cabeza entendiera a qué cosas dar prioridad, qué imágenes guardar, qué palabras recordar. ¿Algo de todo aquello estaría pasando por alto?
Elioth había desaparecido de la mismísima faz de la tierra, y antes de hacerlo, había tenido contacto con una última persona: ni más, ni menos que conmigo. Annabeth.Desperté en mi día de franco provisorio: Jueves. Había pedido los Miércoles y los Domingos, y me habían asignado el Jueves hasta confirmar si el Miércoles estaba disponible.
—Cariño —llamó mi madre después de comer. No otra vez, por favor, pensé—. Necesito que vayas al mercado.
—Claro, Mamá... —casi.
Me entregó una nota. En Runas estaba escrito: naranjas, patatas, y conejo.
—Cariño —llamó —. ¿Cómo te ha ido en las pasantías? Ya sabes, con todo esto no hemos tenido tiempo de hablar...
—Bien, todo marcha bien—le contesté intentando sonar convincente.
—Me alegro, hija. Sabes, siempre han sido un orgullo para nosotros. Ambas...
—Mamá...
—Perdón, lo sé. Es que todo lo que está pasando. Es horrible...
Mi madre ladeaba la cabeza una y otra vez, mientras fregaba una olla (que estaba limpia por demás) con frenética ligereza. Luego apoyaba la olla, tomaba el único vaso en el fregadero y lo repasaba con la esponja, para luego volver a la olla.
—Pasará, Mamá. Estoy segura que Elioth está bien.
Me acerqué y suavemente la liberé de la endiablada olla. Suspiró y me besó.
Me sujeté el cabello con un listón negro y salí a la calle con la bolsa de compras en el hombro.
El día estaba perfectamente soleado, aunque no caluroso. Llevaba un buzo amplio, que parecía un vestido; y un pantalón de una tela extrañamente cómoda. Los arboles, poco a poco, iban adornándose del verde primaveral que tanto me gustaba. Era el mejor tinte para la ciudad; acompañaba sus calles adoquinadas, y sus casas de piedra y madera. Las sombras en el suelo, bajo los grandes puentes de vegetación, eran simplemente perfectas.
Hacía algunos meses habíamos adoptado unas gallinas. De hecho, mi padre las había conseguido con el único objetivo de llevar sus huevos al mercado; así podría intercambiarlos por lo que necesitase cuando los vales y beneficios por el trabajo no fueran suficientes.
A medida que me acercaba a las calles del mercado, el tumulto de gente se iba agrandando. Al atravesar el puente, las calles comenzaron a torcerse para rodear la Plaza del Mercader. Con ello aparecieron los puestos, las telas; todos los productos frescos y de almacén. Personas que caminaban con cestas de frutas, gritando sus nombres; y otras que intentaban convencer a los transeúntes de que comprasen algo de lo suyo. Un mar de personas moviéndose al compás de una melodía lejana.
Lo único que no me gustaba de ese lugar, era que nadie se miraba a los ojos. Nadie se detenía, todos avanzaban. Controlaban que los niños rateros no robasen de sus bolsas, y que los vendedores no los golpeasen con sus canastas. Intentaban que la corriente de aquel mar no les quitara demasiado tiempo. Tiempo de sus vidas, que podrían utilizar para trabajar y volver al mercado.
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SUBVERSIVOS #1
Science Fiction"Silencio. Silencio. Y luego -sin aceptar que aquello podía ser producto del deseo y la esperanza- el eco ínfimo del agua a lo lejos. No teníamos otra opción. Tomé tres granadas de la bolsa que l...