2. B

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Me quedé sin habla por un instante. Y el corazón se me volvió a acelerar. Otra vez tenía esa sensación, nerviosismo y falta de aire.

La ley primera de Genux, nuestra ciudad, era no sobrepasar los muros; ninguno de los dos: teníamos un muro que rodeaba al Epicentro, y otro que rodeaba Civitas. El Epicentro estaba en el centro de Civitas, pero pertenecía a otra cosa. Ningún habitante de Civitas podía cruzar al Epicentro, y tampoco al contrario. Además, el muro que rodeaba Civitas, nos protegía (a todos) del afuera. 

Lo estaba haciendo: estaba rompiendo la ley primera.

Las preguntas habían vuelto... ¿Qué pensarían mis padres? ¿Qué pensarían mis amigos? Estaba haciendo todo, todo mal. Estaba en el Epicentro, en una habitación llena de objetos indeseables, con una subversiva que me estaba dando de comer y beber. Tenía ganas de vomitar. Y no me gustaba vomitar. No quería vomitar, pero tenía ganas. 

—Será nuestro secreto —dijo al notar mi malestar.

No me gustaban los secretos. De todo aquello, sólo me gustaban los sándwiches y el fuego.
—Yo no puedo estar aquí... —balbuceé.
—Puedes estar aquí —explicó intentando sonar desenfadada —, es mi casa —y sonrió, guiñándome un ojo a la vez.
Me permití sonreírle fugazmente.
— ¿Por qué no entiendo esos libros?
—Porque están escritos en otras lenguas —explicó.

¿Por qué había otras lenguas? ¿Acaso eran lenguas subversivas?

—Son como códigos —afirmé y a la vez pregunté —, entre ustedes...
Primero me lanzó una tierna mirada, y luego contestó con una paz que asustaba.
—No. En Genux sólo enseñan el lenguaje de Runas —explicó y agregó —, pero existen otras lenguas que no son enseñadas, para leer y escribir.
— ¿Por qué?

No tenía sentido. En la Escuela de las Convenciones estaba la biblioteca, y esos eran todos los libros. Los creados para enseñar. ¿Cómo podía ser que existieran otros?

—Son antiguas. Muchos de estos libros son más antiguos que el lenguaje de Runas, y cuentan otro tipo de historias. 

Lo que quería decir que ella sabía leerlos, sin embargo, no acaba de entender el hecho de que fueran más antiguos.

— ¿No es arriesgado tener todo esto aquí? —pregunté.
—Vale la pena —contestó sin vacilar.
— ¿Los has leído todos?
Me parecía imposible. Nunca había visto tanta cantidad de textos en mi vida.
—Casi todos —dijo.
No pude retener el pequeño "wow" que salió de mí, mientras recorría la sala con la mirada. Se rió sencillamente, y me sonrió.
—Es la ventaja de ser vieja, el tiempo —dijo la palabra vieja como si fuera gracioso. Le sonreí. No quise asentir.

Ambas nos quedamos calladas por un momento. En mi cabeza no paraban de dar vueltas mil preguntas. Había algo extraño. Muy extraño.

— ¿Quieres que lea uno en voz alta? —me preguntó.
—No creo que...—titubeé — En la escuela me leen mucho...
Supuse que había entendido que me parecía aburrido.
—Oh no —dijo haciendo un ademán gracioso —, estos son muy diferentes a los de la Escuela. Creo que te encantarán...

La anciana acomodó su bata mientras se encaminaba hacia una de las estanterías. De allí sacó el libro más delgado, y aún así, a mí me pareció enormemente gordo.

Comenzó a leerme una historia muy rara. De una chica que tenía mitad cuerpo de humana y cola de pez. Esa chica se había enamorado de un chico humano (humano por completo), pero no podían estar juntos porque ella vivía en el agua. Al principio creí que eran puras locuras, y me costó concentrarme en lo que Zora leía. Pero entonces todo dio un giro y comenzaron a aparecer cosas que me llamaron la atención. Creí que aquella historia hubiera podido gustarle mucho a Helen. 

Una ola de vergüenza me bofeteó el rostro. ¿Qué estaría pasando en mi casa?

Luego, Zora me contó la historia de una princesa. Una princesa era algo parecido a ser hija de un líder: tenías que ir a lugares con mucha gente, y aparecer en la radio, y en las pantallas durante los actos...

Después de esa historia, me contó otra sobre animales que hablaban. Creo que fue la que más me gustó.
— ¿Por qué en Genux no puedo leer estas cosas?
—Es muy difícil de explicar.
A veces odiaba que me dijeran eso, siempre pensaba que era justo que me lo explicaran de todas formas y así decidir por mi cuenta cuán difícil resultaba. Pero no dije nada, porque me dio la impresión de que sí, sería difícil de entender.
— ¿Son de verdad?
— ¿Las historias? —preguntó y asentí —. Éstas no... pero allí —dijo señalando el otro lado de la habitación— hay muchas que lo son.

Permanecí unos segundos en silencio.

— ¿Qué cuentan?
—Depende... algunas cuentan la historia de ciudades como Civitas, otras la vida de una persona, o de varias...

'Otras ciudades como Civitas', eso era imposible, éramos la última ciudad desde el desastre.
Supuse que Zora se había equivocado. Realmente se veía mayor, quizás había comenzado a fallarle la memoria. La abuela de Elioth solía ponerse así: delirante, como decía Eio. Algunas veces no dejaba de repetir la misma frase, una y otra vez: "Uno no sabe lo que va a pasar, hasta que lo sueña".

— ¿Podemos terminarlo? —pregunté.
Todavía quedaban muchas hojas en el libro.
—Pequeña, es un libro muy largo... Pero puedes volver a visitarme, si así lo quieres —parecía que aquello le hacía ilusión.

Sentí vergüenza de mí misma por no haberme ofendido por la propuesta. Mucha más vergüenza sentí al darme cuenta que tampoco me había negado a escuchar lo que el libro tenía para decir. ¿Los subversivos me habrían contagiado?

Mis padres nunca dejarían que regresase aquí, y dudaba que les agradase demasiado la idea de mantener el secreto de una anciana subversiva y su túnel.
Era aceptar y mentir; o negar y nunca más volver.
—No lo sé —pensé en voz alta.
Instintivamente junté las manos en mi regazo, y me entretuve con mis uñas llenas de mugre.
—Me gustaría, Annabeth, que mantuviéramos esto como un secreto... personal. Nadie puede saber que este lugar existe —puso especial énfasis en la palabra "existe".

De un segundo a otro, asumí que no había vuelta atrás: tenía un secreto importante, y que no me pertenecía. Más bien era la guardiana de aquello. Podía decidir si volver o no, pero no podía decidir si compartir el secreto o no. Eso no era una opción.
—Usualmente estoy aquí, cada tarde —dijo ella. — No importa cuándo sea, puedes venir si mantienes el secreto.

Sonreí débilmente y me volteé hacia el reloj. Faltaba una hora para que el toque de queda sonase y Civitas cobrara vida. Me levanté y dejé la frazada a un costado, me puse mi abrigo (que ya estaba casi seco) y la saludé agitando la mano.
—Gracias —le dije.
—Annabeth —me llamó antes que atravesara el cuadro falso hacia el túnel—, recuerda no contárselo a nadie.
Asentí.
—No se preocupe.

Volví al túnel.

La calidez de aquel lugar había hecho que olvidara la dura tarea que tenía que enfrentar: volver a mi casa sin que me atrapasen. Con la luz del alba a mi favor (o en mi contra, no lo sabía), y los camiones de trabajadores en andas, sería un poco más fácil.

O tal vez no.


SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora