Epílogo

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La puerta del despacho se abrió. Alfred Mónaco se encontraba sentado en un sillón, con la pipa en la boca, como si nada hubiera perturbado su rutina.
—Han logrado salir, señor —dijo su lacayo.
Dos asistentes del consejo aparecieron a un lado.

Mónaco tiró la pipa al fuego, y sus manos se encontraron en su regazo. Tenía la mirada perdida, sus ojos negros se habían posado en el cuadro del chico de bucles marrones que se encontraba al otro lado de la habitación.
— ¿Cómo? —dijo sin perder la calma.
El lacayo tartamudeó.
—Una, una... alcantarilla en el noroeste.

La luz del fuego parecía encenderse en la grasitud de la piel morena del líder que, después de pasar su mano por su cabello blanco, se dispuso a acercarse al joven que había traído las noticias.
—Bien —dijo dirigiéndole una sonrisa.

El lacayo no dudó. Abandonó la habitación haciendo una débil reverencia.

Mónaco pasó por el escritorio y sacó del cajón otra pipa. Caminó hasta el sillón y la encendió mientras se sentaba.
—Señor, no cree usted que sería prudente emprender la búsqueda...
Uno de los asistentes habló desde el extremo de la habitación. El señor Lamas era demasiado inquieto como para dejar que un par de subversivos se salieran con la suya.
—Querido Lamas —dijo Mónaco, casi sonriendo —, nunca estaremos de acuerdo en lo que se entiende por prudencia...
Lamas dejó la habitación de la misma forma que lo había hecho el lacayo.

—Giddens, puedes irte si quieres, la noche ha terminado.
Giddens caminó hasta la puerta, y una vez en el umbral, tuvo el atrevimiento de comentar algo.
— Señor, ¿qué haremos cuando comience a correrse la voz, y la gente se entere que el líder Wobe se ha convertido en un rebelde?

Alfred Mónaco nunca perdía la paciencia, tampoco levantaba temperatura. Era un hombre calmo, de mente fría que no dudaba ni daba rodeos en ninguna situación.
—Diremos lo que realmente pasó. La mente del señor Wobe fue contaminada por los rebeldes. No se preocupe, Giddens, le aseguro que volverán.
— ¿Cómo está tan seguro, Señor? —Giddens se había puesto nervioso, y su encorvadura parecía haberse acentuado en el transcurso de la conversación.

Mónaco rió un poco, y ahora las flameantes llamaradas de fuego se reflejaron en sus ojos. Arrojó la segunda pipa al fuego y se levantó del sillón una vez más.
—Que le baste con saber, Giddens, que el día que Thomas Wobe y la señorita Bless regresen a Genux no seremos nosotros quienes contrariemos sus gritos de liberación... Le bastará con saber que el pueblo de Genux se encargará de eso...

Giddens y Mónaco estaban tan cerca que el primero podía ver cómo los orificios de la nariz del segundo se movían al hablar. Mónaco sacó la mano que tenía libre de la bata de dormir y se la ofreció a Giddens.
—Buenas noches.

Se estrecharon las manos y sonrieron a la vez.


FIN DEL PRIMER LIBRO.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora