Capítulo 4

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Elioth y su padre, Salvador, vivían a dos manzanas de mi casa. Eio y yo éramos amigos incluso desde antes de saber que habíamos sido asignados al mismo curso en la Escuela de las Convenciones; esto se había debido a que nuestros padres se habían conocido en su trabajo en la fábrica.

Helen se adelantó a cruzar de calle, y tiritando del frío acomodó el cuello de su abrigo. Era de esos sábados en los que no sabías si volverías a ver el sol alguna vez, ya que las nubes eran tan densas, como helado el ambiente.

Toqué la puerta tres veces, luego dos; y por último una. Era el código Bless-Stevenson.

Elioth salió de su casa con el abrigo a medio poner, y los cabellos morochos revueltos y en punta.
—Era hora —dijo y cerró la puerta a su espalda.
—Seguro estabas en la cama —contesté.
—Me acabo de bañar.
Ese pequeño brillo en la sonrisa lo delataba. Era obvio que se había mojado la cara y la cabeza para despertarse, y que se había olvidado de lavar el saco. El abrigo de Elioth estaba tan lleno de porquerías del suelo, como su rostro de pecas.

Empezamos a caminar, y al cabo de unos cuantos minutos Eio había tenido que mover a Helen del camino en más de una oportunidad, ya que a mi hermana le encantaba caminar por en medio de la calle, y a los camiones arrollar niñas de once años también.
— ¿Daniel vendrá? —pregunté arrancando un par de hojas de un árbol.
—Sabes cómo es su madre —dijo negando varias veces —, apuesto que lo seguirá hasta el Cántico y no le sacará los ojos de encima.

Como cada primer sábado de cada mes, cada niño de trece años en la Escuela de las Convenciones debía asistir al Cántico a la Orden. Era una celebración que se llevaba a cabo en los cuatro playones de Genux: este, oeste, sur, y norte. Nosotros asistíamos al playón del oeste, que no estaba muy lejos casa.

—Explícamelo otra vez... —pedí.
Elioth suspiró. Tomó una bocanada de aire que hizo que su pecho se hinchara. Luego arrancó una rama seca de una planta enredada en la verja de una casa, y comenzó a explicar.
—Bueno —dijo y partió la rama en dos —. El miércoles, Daniel y yo, fuimos al taller de su padre. Estaba soleado, por cierto —agregó sacudiendo media ramita —, así que Alessandra había dicho que podíamos estar afuera. En realidad, yo quería quedarme en el taller...
—Eio —interrumpió Helen.
— ¿Qué?
—Queremos saber lo importante —dijo mi hermana girando los ojos.
—Cómo fue que acabaron en el muro —dije.
—Bueno, bueno. Daniel, vieron que él siempre tiene esas ideas. No sé —Elioth hizo varios ademanes con la mano derecha, mientras negaba con la cabeza entrecerrando los ojos —. Dijo que tenía algo para mostrarme. Nos alejamos del taller y llegamos al muro. Yo no sabía que íbamos al muro...
Eso nos había hecho reír. Helen y yo intercambiamos miradas.
—Seguro no habías visto el concreto acercarse... —sugerí.
—Bueno, está bien. Me lo imaginaba un poco.
—Mentiroso, lo sabías —rió Helen.
—El caso es que no fue mi idea —agregó él restándole importancia —. Nos acercamos al muro hasta tenerlo justo en frente —dijo uniendo las palmas de sus manos.
— ¿Justo en frente? —se sorprendió Helen.
—Sí, así de cerca —dijo Eio acercando una mano al rostro de mi hermana, casi tocándole la nariz.
— ¿Y qué había?
—Bueno... había un símbolo de la Edad Negra, pintado en rojo.

Elioth había bajado la voz al pronunciar el nombre, puesto que nos encontrábamos muy cerca de un grupo de chicos que iban con sus padres a la celebración. Poco a poco el conjunto de personas se hacía más grande, lo cual anunciaba que faltaban sólo algunas manzanas para llegar.
— ¿Y qué pasó? —preguntó Helen un poco más seria. Y con los ojos bien abiertos.
—Después apareció Alessandra. Nos había seguido. Tomó a Daniel de la oreja, y a mí del brazo, y nos llevó de vuelta hasta el taller.

Eio sonrió en una mueca y levantó los hombros. Antes que pudiéramos decir más, los Roth aparecieron frente a nosotros.

Ver a esa familia era un tanto gracioso, y era que todos se parecían entre sí. Incluso sus padres se parecían, a pesar de no ser familia. Todos grandotes, de ojos claros, rubios y con labios rosas. Alessandra era más alta que el señor Roth, pero él era más redondo y de piel roja. Lo mejor era escucharlo reír: sonaba como un cerdito.

Moro y Daniel también se parecían entre sí, sólo que Moro tenía más mofletes, ojos de un azul más claro, y se notaba que era dos años más chico que Daniel. Este último tenía los ojos más oscuro (aunque claros también) y más hundidos, y tenía más cara de malo.
— ¡Daniel! —gritó Elioth.
Alessandra (la súper-protectora) miró con recelo y codeó a su marido. El señor Roth estaba más colorado que nunca, y miraba con el cejo fruncido a los niños que pasaban corriendo.
Moro y Dani medio-corrieron hasta acercarse.
—Vamos, ya casi es hora —dijo Daniel saludándonos. Claro que antes nos arrastró lejos de su madre. Cuando nos encontramos lejos del oído de Alessandra, él se rascó la cabeza, y dijo:
—Qué alivio. Esa mujer es un infierno.
Los tres sonreímos. Daniel no sólo parecía más grande, sino que a veces hablaba como grande también.
—Nos vemos después —dijeron Moro y Helen, y se quedaron entre la multitud.
—Ey. No te alejes, que Mamá me mata —le advirtió Daniel a su hermano.
Pero ya estaba lejos como para escucharlo. Tendría que haberle dicho a Helen lo mismo, pensé. Ella tenía la gran manía de seguir a Moro en todas, y todo. Lo cual era peligroso.

Sonaron las campanas. Faltaban cinco minutos para el Cántico a la Orden, así que los tres caminamos hacia la plataforma en desnivel y nos formamos sobre unas líneas blancas en el suelo, que dibujaban un semicírculo frente a la escultura. Detrás de ella se veía el muro, monstruoso. Sonó la segunda campana, avisando que faltaba sólo un minuto. Eché un vistazo antes que sonara la tercera campana: cientos de niños había por detrás y a nuestros costados, todos en silencio frente a la escultura. Ésta se alzaba al cielo, no tan alta como el muro, pero sí mucho más alta que la mayoría de los techos en Civitas. Hecha de metal oxidado, la estructura en forma de "Y", sostenía entre sus astas otra estructura, más chica y del mismo material, con la forma de Genux. Un hexágono con un redondel justo en el centro: Civitas y el Epicentro.
Las cuatro profesoras de las cuatro divisiones del tercer curso (el nuestro) de la Escuela de las Convenciones se posicionaron frente a la multitud, dándole la espalda al muro. Una de ellas levantó sus manos y todos entonamos:

"Hace mucho tiempo
nuestra tierra secó,
nuestro animal murió,
y nuestro mundo se derrumbó.

Entonces el Orden apareció.
El Orden nos fusionó,
el Orden nos salvó.

Aprendimos a sanar,
y a la vida valorar.
Aprendimos a trabajar,
y a castigar a quienes se atrevieron a desafiar.

Nunca debemos olvidar,
es una deuda difícil de saldar.
Obedecer y trabajar.
Pues el equilibrio allí está.
Nunca olvidar que olvidar...
te puede borrar".

Éramos la última ciudad más allá de los muros. Nos habían enseñado que en el otro lado sólo se encontraba la soledad que las guerras habían dejado, y las tierras ya no eran fértiles, sino que enfermaban a las personas.

Hacía muchísimos años la humanidad había sido muy, muy grande. Tan grande que no había límites, ni control. Eso había hecho que el mundo se devastara. Todavía no estaba en el curso donde estudiaban las guerras y demás cosas que habían causado el fin de esos tiempos, pero lo poco que sabíamos era suficiente. Cada mes había una nueva guerra, y así destruyeron el mundo. "Cada nueva guerra era causa y consecuencia de nuevos conflictos", repetía la profesora. Las personas acabaron matándose entre sí por comida y agua

A causa de ello surgió el Orden, un grupo de personas que pasaron a ser nuestros líderes y a vivir en el Epicentro, que instalaron la ciudad y levantaron los muros. Para salvarnos de los salvajes, y de la guerra y la miseria humana.

SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora