Cualquier persona se hubiera echado a correr, sin embargo, mi cuerpo no era mío; no respondía a mis pensamientos. No había podido hacer más que quedarme inmóvil, tan quieta que ni a respirar me atrevía. Supuse que una parte de mí estaba esperando la señal: la alarma contra-subversivos atravesando el silencio eterno entre las dos.
En lugar de eso, la mujer se levantó y avanzó unos metros hacia mí. Aquello me había hecho retroceder, aunque fueran tan sólo unos centímetros.
—Tranquila... —dijo. No era una orden, y aún así, respiré con dificultad.
La anciana tenía el pelo blanco y rubio a la vez; su rostro estaba muy arrugado, y tenía puesta una bata para dormir, como si recién hubiera despertado de su siesta de domingo.
— ¿Quién eres? —preguntó, pero no respondí —. No voy a hacerte daño —aclaró, tampoco le creí.No puedo respirar. Decidí apoyarme contra lo que había en mis espaldas: madera de la puerta, que era más alta y grande de lo que era el agujero por el que había entrado a la habitación.
—No llores... —pidió.
Y en ese momento me di cuenta que lo estaba haciendo. La mujer volvió sobre sus pasos, tomó la taza de la mesa y me la ofreció.
—Caliéntate —sugirió—. Es té.Despegar mi mirada de ella resultó difícil, ya que tenía los ojos enormes y azules más raros de la historia. La anciana tenía una expresión que iba de lo triste, a lo dulce.
Me aseguré de no rozar su mano al tomar la taza.
Mi estómago vacío rugió de alivio con el primer sorbo, y al cuarto o quinto dejé de temblar.
—Tu abrigo está hecho agua —dijo —. Ven, lo pondré a secar.
Ella se movió rápido pero sin agilidad hasta los sillones.Muévete, pensé. Y mi cuerpo mágicamente obedeció; en unos cuantos pasos cortos había logrado sentarme.
Con la taza quemando entre mis palmas todo parecía haber mejorado un poco. Me quité el abrigo, dejando al descubierto mi vestido verde opaco y sucio, y se lo entregué.
— ¿Tu nombre? —preguntó mientras colgaba en la reja de la chimenea mi abrigo.
—An... —tosí para aclarar mi voz —. Annabeth.Dejé la taza en la mesa enana, y en su vidrio me vi reflejada. Mi cabello se había vuelto completamente loco, parecía más corto y menos rubio de lo normal. Tenía el rostro manchado con tierra, lo que hacía que mis ojos se vieran llorosos e irritados.
Ella sonrió un poco y se acomodó en su asiento.
—Dime, Annabeth. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Sonaba con el interés justo, el problema era que yo no sabía cómo explicarlo en realidad.
—Encontré una puerta... En la plaza —me limité a decir.
Ella asintió, y se acomodó el cabello detrás de la oreja. Tenía pendientes dorados, y una cadena brillante a juego también.
— ¿Tus padres saben que estás aquí?
No dudé: negué con la cabeza.
—Entiendo —dijo. No parecía enfadada — ¿Tienes hambre?
Asentí con vergüenza, pero era la verdad. Tenía mucha hambre.Antes de desaparecer en unas escaleras que había a un costado, dijo que su nombre era Zora.
Recorrí la acogedora sala con la mirada. Las estanterías que había visto a través de las hendijas cubrían casi todos los trozos de pared en la habitación, que no tenía ventanas pero sí un techo bastante alto, y un entrepiso que rodeaba el lugar, y por el cual se llegaba a una segunda parte de estantes. Había una escalera de metal y cortinas decoradas con bordados elaborados.
Volteé para ver la estantería que tenía más cerca y reconocí algo. Aquellas formas rectangulares no eran cajas, más bien eran libros. ¿En Genux hay tantos textos aprobados? Al ver el libro que se encontraba sobre la mesa, confirmé que se trataba de otros símbolos. Todos pertenecían a un idioma diferente al que yo sabía leer: el de Runas.
La anciana, la subversiva Zora, volvió y me puse aún más nerviosa que antes; estaba en la sala de una mujer rica que tenía cientos y cientos de objetos indeseables. Nadie podía tenerlos; quien los tenía... Desaparecía.
La anciana se acercó y apoyó un plato con dos sándwiches de forma extraña frente a mí. Me tendió una manta, y volvió a sentarse.
—Perdón —dije —. Me tengo que ir.
Aquello no pareció molestarle.
—Me parece bien —dijo tranquilamente —, pero creo que deberías comer algo...
Mi estómago rugió una vez más. Dos contra uno.
— ¿Es un sótano? —me atreví a preguntar al terminar de comer los sándwiches. La señora me observaba con una mano sosteniendo su rostro, y su codo apoyado en el sillón.Ella asintió y juntó sus manos.
— ¿Usted es una subversiva? —me di cuenta tarde de lo que había preguntado.
Zora sonrió como si la pregunta hubiera sido todo un chiste.
—Perdón —dije antes que contestara.
—Es una pregunta difícil de contestar —dijo sonriendo otra vez.
Su mirada era una mezcla de fascinación y paz, lo cual parecía raro teniendo en cuenta que acababa de conocerla.
— ¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Trece —contesté.¿Y usted? Susurré en mi mente.
Bajé la vista. En ese momento supo que me incomodaba su mirada.
—Perdona, sólo me recuerdas a alguien. Eres la primera persona que cruza esa puerta en... años —explicó.
El comentario quedó flotando en el aire.
—Me perdí, y había muchos Oficiales...—dije torpemente.
—Entiendo...
Pensó, y pensó, hasta que agregó:
—Puedes quedarte hasta que amanezca, si quieres...Asentí sin descartar la idea de que tal vez pudiera irme en unos cuantos minutos. Pronto el nerviosismo y la desconfianza fueron haciéndose más chiquitos dentro de mí. Y hasta empecé a disfrutar de aquel palacio.
—Esos libros son objetos indeseables, ¿verdad?— lo pregunté con cuidado.
Ella asintió. Me pareció una mujer de pocas palabras.
— ¿En qué barrio de Civitas estamos? —pregunté.
—En ninguno, estamos en el Epicentro.
ESTÁS LEYENDO
SUBVERSIVOS #1
Science Fiction"Silencio. Silencio. Y luego -sin aceptar que aquello podía ser producto del deseo y la esperanza- el eco ínfimo del agua a lo lejos. No teníamos otra opción. Tomé tres granadas de la bolsa que l...