Capítulo 10

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Durante la cena hablamos sobre el pergamino, mis padres estaban muy emocionados. Me felicitaron varias veces, y no dejaron de decirme lo orgullosos que estaban de mí. También me dijeron que no me preocupara por los resultados, que muchas personas rotaban por diferentes trabajos durante el período de pasantías, hasta encontrar su lugar.
Al fin y al cabo no era tan malo. Creo que mis padres me vieron desanimada y buscaron las palabras exactas para hacerme sentir mejor. Lo habían logrado, pues subimos a la habitación de Helen, y hasta me sentía entusiasmada. Casi tanto como ellos. El hecho de que resaltaran todo lo positivo de comenzar las pasantías había ayudado bastante.
Era tarde, por lo que sabíamos que nuestros padres no iban a hacer más que pasar por el baño antes de acostarse. Tomé la ropa de mi cuarto; ropa negra, tal y como había ordenado Daniel, y volví a la habitación de Helen.
Desde pequeñas teníamos la sensación de que allí, nuestros padres no oían tanto. Supongo que se debía a que mi cuarto se encontraba justo por encima del de mis padres. Además, la puerta de mi hermana era mucho menos ruidosa.
Durante el día, la habitación de mi hermana bastante más luminosa que la mía, pero durante la noche la luz de su cuarto era tan pobre que los rellanos estaban casi en completa oscuridad. Mi cuarto, en cambio, obtenía mucha luz cuando la luna brillaba sobre las nubes. Se lo debía a mi ventana en el techo.
Había bastante desorden, como era de esperar. Ropa colgada en las barandillas del puente, y zapatos al costado de su cama. Algunos cuadros torcidos en la vieja pared y muñecos de tela colgando de las cortinas. La luz amarilla junto a la cama, desalineada y bonita a la vez.
A diferencia de mis rellanos, los que estaban en la habitación de mi hermana estaban a la misma altura, y se conectaban por un puente corto y angosto de hierro y madera. Además, Helen tenía un ventanal que comenzaba a unos centímetros del suelo, y terminaba a unos centímetros del techo. Más allá de aquello, su guarida era bastante parecida a la mía. La suya era más ancha, y la mía, más larga.
—La puerta del patio —susurró al escuchar a través de la puerta.
—Tendremos que entrar por la ventana del baño al volver también —respondí.
Ella me miró entornando los ojos.
— ¿Y si abrimos la puerta antes de salir?
Negué.
—Papá reconocería el sonido de la puerta incluso soñando...
Ella ladeó su cabeza, y lo meditó.
—Si escucha ruidos en el baño, pensará que es el gato intentando entrar —pensó en voz alta.
Cuando estuvimos seguras de que nuestros padres habían apagado las luces, nos cambiamos de ropa en los rellanos para evitar las pisadas en el suelo. En el descanso donde me estaba poniendo las zapatillas, estaba la mesa de pintura de mi hermana, junto con una cantidad incontable de pinceles. Todos habían sido usados en mayor o menor medida. Además, tenía pomos de pintura, y papeles con bocetos en acuarelas colgados en la pared que se le enfrentaba.
Al acabar, lo comprobé, ambas estábamos completamente de negro, e intercambiamos buzos para que yo pudiera utilizar capucha. Su pelo era oscuro, por lo tanto, no tendría problemas para esconderse de las luces o reflejos.
Antes de salir de la habitación, me miré en el espejo estropeado que mi hermana tenía colgado debajo de la escalera. Lo había encontrado en la calle hacía un tiempo, y después de limpiarlo, y recomponerlo, había decidido pintarle en los bordes un diseño abstracto de colores fusionados. Cosas así, sólo podían ocurrírseles a personas como Helen. Entonces me acerqué, y en las sombras, me até en el cuello el pañuelo que Elioth me había regalado.
—Vamos —dije cuando llegó la hora, y salimos suavemente de la habitación.
Nos movimos en la oscuridad, y bajamos por la escalera salteándonos la tabla que siempre chillaba. Seguimos el camino de luces esporádicas que atravesaban la ventana desde la calle, y llegamos al baño sin ningún problema.
Antes de salir por la pequeña ventana, asomé mi cuerpo para comprobar la posición de la enorme pila de escombros y chapas que había allí, a un costado de mi casa. Así, me aseguré saber dónde pisar sin hacer ruido, y poder ayudar sin problemas a Helen.
Me acomodé la capucha antes de salir y me miré al espejo una última vez mientras me subía al inodoro. Entonces, jalé del pañuelo y lo ajusté, dejando al descubierto nada más que mis ojos.
Trepé hacia la pequeña ventana y me ayudé con la rodilla para poder salir. Fue bastante complicado, pero cuando logré pisar una superficie estable le hice una seña a Helen para que trepase también.
Esperamos a un lado, lejos de la vista de la calle. Y unos minutos más tarde, aparecieron tres figuras negras desde uno de los costados de mi patio. Admito que, al verlos, la respiración se me aceleró, y sentí la compañía de la adrenalina en mi cuerpo. La Luna estaba hermosamente grande.
No sabía si era un punto a favor, o en contra.
Sin hacer más que señas, caminamos hacia la calle y agachados recorrimos cada una de las cuadras hasta la plaza. Daniel iba por delante, guiándonos, y hubiera podido jurar que percibí un átomo de orgullo en el rostro de Elioth al verme con su pañuelo.
— ¿Ha sido difícil? —me preguntó, antes de cruzar la calle.
Sus ojos se veían como dos perlas negras bañadas ligeramente en verde a la luz de la luna. Las pecas se fundían en su rostro con la oscuridad y la capucha hacía de su cabeza un gran huevo.
—No tanto —contesté mirando a ambos lados — ¿Y a ti? —me aseguré de que podíamos cruzar con tranquilidad.
Antes de contestar sonrió un poco.
—Papá me atrapó en la cocina, pero estaba tan dormido que no notó la ropa que llevaba. Sólo tomó agua, y se fue.
—Suerte de principiante —y le guiñé un ojo.
—Primera y última vez —miró a ambos lados antes de avanzar por un lugar donde había más luz.
—Ahora suenas igual a mí cuando niña.
—En ese entonces me caías mejor.
Le golpeé el codo y me adelante para hablar con Daniel.
—Falta poco, ¿no?
—Dos cuadras —contestó inmutable. Creo que nunca lo había visto tan concentrado.
Cuando llegamos a la Plaza de las Esculturas, Daniel nos hizo una seña para que nos quedásemos quietos detrás de un gran tapial. Lo vi examinar la calle y cruzar hacia la gran puerta, concentrase en la cerradura y abrirla. Uno a uno fuimos entrando a la plaza, y al mismo tiempo nos perdíamos entre las esculturas. Cuando Elioth llegó, cerró la puerta con suavidad y nos reunimos en el centro del lugar.
—Esta es la parte más difícil, cuando lleguemos al otro lado tendremos que abrir la puerta y tener más cuidado. Desde la ventana del bar pueden vernos.
Un escalofrío se apoderó de mi piel, convirtiéndola en auténtica piel de gallina. Mi respirar no era ni por asomo tranquilo. Todos sonreíamos nerviosos, y nos mirábamos con atención. Cada uno exteriorizaba de una forma diferente. Moro se mordisqueaba las uñas, Elioth no dejaba de moverse, y mi hermana se mordía el interior de la boca.
Los ruidos del bar se escuchaban a lo lejos, como un sonido enfrascado. Gritos, música sin letra, y risas exageradas. Pertenecía todo a un mismo mundo. Un mundo diferente a la serenidad de la Ciudad y la paz de la luz de la Luna. Diferente al sentir de una brisa o al tacto de un ser querido. Aquel mundo apartado sonaba a vicios y soledad, aquellas risas camuflaban una catástrofe.
Nos escondimos detrás de una escultura rectangular, esperando que Daniel abriera la segunda puerta y diera la señal. Los flacos, pero extremadamente resistentes, barrotes iban hasta el cielo y terminaban como flechas. Uno a uno, otra vez, corrimos al aviso de Dani, cuando sólo quedamos Eio y yo se escuchó un chirrido y la música fuerte. Un par de oficiales completamente borrachos salían de allí, y caminaban en silencio.
Elioth me abrazó, y ambos nos mezclamos con las sombras de la plaza. Hubiera podido jurar que escuché su corazón impaciente, casi desesperado. Luego de eso pudimos seguir, y llegamos; finalmente, a la casa Domenech.
Se parecía a cualquiera de las casas de nuestra ciudad, no en estructura, sino en estado. Claro que la casa era el doble de cualquiera de nuestros hogares, sin embargo, estaba tan destruida y arruinada que adoptaba un aspecto casi lúgubre. Las grandes ventanas de la planta baja estaban cubiertas con maderas y las pequeñas de la planta alta estaban cerradas y oscuras. Había basura en el jardín delantero y el pasto se había convertido en tierra.
Pensándolo bien... No se parecía a ninguna de las casas habitadas de nuestra ciudad. No había encanto en las paredes oscuras, sólo terror.
Encontramos la puerta de servicio y descalzamos las maderas para poder entrar. Una vez allí, en la cocina, nos miramos eufóricos. Dientes iluminados por dos linternas, que Daniel se había encargado de guardar en los bolsillos de su holgado pantalón.
—Hecho —dijo Dani.
— ¿Qué haces que todavía no eres instructor? Dios, Daniel. Tus planes son perfectos —el tono de Helen pasaba de indignación a felicitación. Una mezcla rara. Tan rara como el comentario.
—Gracias —contestó con aire de suficiencia.
— ¿Ahora qué hacemos?
—Ir a casa, Moro —le contestó Elioth.
Todos le lanzamos una mirada.
—Broma, broma; chicos, tranquilos...
—Vamos, quiero ver absolutamente todo —dije.
La casa tenía muchos pasillos, y la misma cantidad de habitaciones. Tenía un hall de entrada, donde estaba la escalera (algo destruida), y también una sala con una mesa enorme de una madera tallada muy fina. Todo el lugar tenía telarañas y estaba cubierto por un grueso y grisáceo manto de polvo.
Los candelabros, las paredes, los muebles. Todo estaba destruido y en algunas ocasiones quemado. Milagrosamente había pedazos de la casa que estaban intactos, como por ejemplo, un mueble en una habitación con sillones. Ése estaba lleno de copas de vidrio, y en el fondo había un espejo. Podía ver el reflejo mi cabello sin capucha, y las sobras que generaban las facciones de mi rostro.
—Vayamos al segundo piso —sugirió Eio.
—Miren esto... —oí decir a Helen desde algún lado de la casa.
Se encontraba en un cuarto extraño, se entraba por las puertas de un armario en medio de un pasillo. Parecía la parte de la casa que más destruida estaba.
Era una sala acogedora pero estaba espantosamente maltratada. Había dos sillones pequeños que estaban desgarrados, incluso uno de ellos estaba volteado. Las estanterías estaban quemadas y había marcas negras en todo el piso. Habían incendiado las cortinas que adornaban la pared y habían tirado todos los cuadros. Vidrios y cenizas pisaban mis pies.
—Objetos indeseados —anunció con cautela Moro, acercándose a una estantería que tenía algunos libros.
Daniel abrió uno de ellos, o eso intentó. Lo arrojó al suelo cuando éste comenzó a desprender sus hojas carbonizadas.
Me pregunté si alguno se preguntaba sobre esos símbolos que no lograban entender.
Me acerqué a Elioth, estaba mirando el interior de uno de ellos.
—No los entiendo —susurró.
Me acerqué más y lo alumbré. Pasé la mirada por los símbolos. Esas letras.
En mi cabeza sonó un disparo. Luego un golpe seco, y la lluvia.
— ¿Qué pasa? —salí de mi mente cuando escuché a Elioth repetir eso varias veces. Le estaba apretando fuerte el brazo.
—Una araña —dije —, no me gusta este cuarto. Salgamos.
Elioth y yo subimos hasta el segundo piso, mientras el resto todavía hurgaba en aquella habitación. Al final de la escalera había dos caminos, y varios cuartos. De un lado estaba el final del pasillo, una puerta cerrada y una ventana que iba desde el piso hasta el techo. Y del otro había puertas abiertas y rotas.
Iluminando el camino, entramos en el cuarto de un par de niñas. El estómago comenzó a dolerme. Había juguetes acomodados en una ronda y otros desparramados violentamente alrededor. Dos camas pequeñas con sus frazadas picadas y desarregladas. Un espejo ovalado y astillado. Un par de sillas y un tocador destruido.
—Te reto a abrirlo —le dije a Eio señalándole un gran cofre de mimbre.
— ¿Qué gano?
—Mis felicitaciones.
—No te pases de lista.
Me reí y él se acercó al cofre. Levantó la tapa y un par de ratas se movieron en el interior. Estaban haciendo nido con unas muñecas de tela y algodón.
—Puajjj.
Ambos pasamos a la segunda habitación, arrugando la cara y sacudiendo el cuerpo como si las ratas nos hubieran tocado.

Allí había dos camas más grandes y todo era más varonil. Me sorprendí pensando que cada familia era un mundo, y en cuánto podía uno aprender del otro con tan sólo ver sus repisas. Intenté en silencio descifrar cómo eran los dos chicos que antes dormían allí; estaba segura que Elioth estaba haciendo lo mismo, y que cada uno se imaginaba algo diferente.
Antes de salir de allí, Eio tomó una bolsa con mini-Oficiales de juguete, eran de un metal pesado. Parecían de plomo.
—Faltó ésta —dijo antes que bajáramos las escaleras.
Giró el picaporte y pasó a la habitación matrimonial.
Estaba sumida en un tiempo estático, lento, casi perfecto. La cúpula de vidrio en el techo iluminaba los muebles de roble, grisáceos por el polvo. Un escritorio desordenado, una silla caída, el tintero volcado. Fotos familiares que no me atreví a mirar, por miedo a que aquellos ojos se me quedasen grabados. Por miedo a soñarlos corriendo desesperados, tratando de salvar a sus hijos. Por miedo a escuchar disparos y ver más cuerpos golpeando el piso. Por miedo a sentir la lluvia; el recuerdo que hace mucho tiempo había borrado, multiplicado por cien.
—Creo que esta parte de la casa no me gusta tanto —admitió Elioth.
—Es cruel.
Admiramos unos segundos la luz de la Luna caer sobre el acolchado de flores descoloridas.
—Cada vez... —aclaré mi garganta — Cada vez es más difícil.
Él se sentó en la cama con cuidado, observándome.
— ¿El qué?
—Soportar esto...
Me crucé de brazos, y recorrí con ojos ausentes la habitación.
Al mirar a Elioth, me di cuenta que había tantísimas cosas que nunca nos habíamos dicho. Allí, en esa habitación, sentía que algo dentro mío empujaba con fuerza. Allí, viendo la luz descender sobre su cabello oscuro, pensé que sería bonito tomar una fotografía. E inmortalizar el momento.
Sin embargo, no podía. No podía hacerlo porque Eio nunca entendería por qué investigo a subversivos, por qué me interesa tanto ese mundo.
—Entiendo —dijo, y por un segundo dudé de haber balbuceado algunos de mis pensamientos —, también se me hace difícil... sentir todo el tiempo que lo arriesgamos todo.
Asentí.
Esto no tiene por qué ser así, me dije. Y entonces, las runas de la nota que Douglas había escrito, resonaron en mi cabeza como ecos incesantes.
"Sueño con conseguir juntos nuestra libertad."
—Sabes —dijo él cambiando de expresión.
Se levantó de la cama y se acercó la puerta.
—Cada vez que te quedas en silencio, tengo la impresión de que comprendes esto mejor que todos nosotros —dijo. Me hizo sonreír.
Su sonrisa cómplice y la profundidad de sus ojos. Las motas de polvo flotando a nuestro alrededor y el silencio torturando nuestros tímpanos.
—Vamos —caminé hasta la puerta, empujándolo de la cadera. No me permití mirarlo más.

Pasamos un tiempo más dando vueltas por la casa. Moro encontró en el escritorio de la habitación matrimonial, una brújula reloj en perfecto estado; de esas que iban en el bolsillo. Helen halló un catalejo dorado con inscripciones diminutas en un costado, y Daniel se quedó con un adorno que colgaba de una tela, que salía de un libro. Parecía una especie de moneda con una piedra roja en el centro.

Yo, en cambio, salí de la casa sin algo entre mis manos. Sentía que iba a recordar ese día para siempre, no necesitaba un trofeo para llevarme a casa.

Todo lo que pasó después, me convenció de que así sería.


SUBVERSIVOS #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora