La luz del sol hacía estallar las nubes, teñía los tejados de naranja; y se ocultaba poco a poco tras el muro. Podíamos disfrutar de esa vista desde los ventanales sucios de la fábrica, donde todo en las alturas se envolvía en un aire triste.
Los ocasos eran de esas cosas que se debían disfrutar. Me gustaba detener la producción para levantar la vista, y cerrar los ojos de cara a la ventana. Con la aguja esperando en mi mano; aguardaba hasta que el sol desaparecía más allá del muro. Cerraba los ojos y no hacía más que sentir los últimos rayos de sol del día en mis párpados.
El final de la jornada siempre estaba acompañado de protestas y risas; de caras tristes y felices. En ese momento quedaba al descubierto la realidad de muchas de las mujeres que trabajaban en la Fábrica de Ropas del Este. Para algunas, el infierno comenzaba al sonar la campana.
Habían aceptado mi solicitud de los francos en los miércoles, por lo que tendría tiempo para revisar el cofre, y averiguar por qué Zora me había dejado todas esas cosas. Algo vibraba en mí, y gritaba que ella había depositado (de alguna forma u otra) su fe y confianza en mí; ese cofre no era un regalo cualquiera, más bien, era la herramienta para encontrar mis llaves. Llaves que abrirían puertas. Puertas que me darían libertad.
¿Qué es la libertad, Annabeth?
A veces costaba tanto creer en las personas, costaba tanto entregar tu fe a algo o alguien. En una ciudad llena de desilusiones era importante encontrar una razón. Una razón por la cual levantarse, por la cual trabajar, por la cual vivir. Mis padres habían encontrado esa razón en sus hijas, por ejemplo.
Había, a mi manera de ver las cosas, dos momentos difíciles en la vida de una persona.
Uno era el momento en el cual se tenía que descubrir cuál era su razón; algunos nunca llegaban a encontrarla.
Y el segundo, era cuando se tenía una razón, y se la perdía. Siempre había creído que el segundo era el más doloroso, porque —generalmente— la persona pensaba en la existencia una sola razón por la cual vivir; y tendía a depositar toda su fe en ello. Pero cuando esa razón desaparecía; cuando esa razón moría, nuestra fe se iba con ella; y entonces la persona quedaba a la deriva de forma casi automática.
Al depositar toda la fe en una única razón, ésta se volvía indispensable. Esa razón se volvía su identidad. Una madre, un padre, un hermano o hermana, un amor, un amigo... Una causa.
La persona que perdía su razón, dejaba ir su identidad con ella; se quedaba sin rumbo.
Caminar sin mapa era sinónimo de intentar construir nuevos senderos. Y mientras lo intentaba, esa persona se lastimaba, o lastimaba a los demás, porque se creía perdido y se enojaba con su vida y la vida de los demás. Hasta que encontraba una nueva razón (algunos, quizás, nunca lo hacían).
Las personas que depositaban toda su fe y su identidad en una sola razón, y luego se quedaban sin ella, a veces elegían no confiar en nada más. Sustituían, sin darse cuenta, "vivir" por "sobrevivir".
Entonces, tal vez, el tercer momento difícil en la vida de una persona era el darse cuenta que la vida no era una razón, sino un conjunto de razones; es decir, que la vida era aquello que perdió mientras intentaba encontrar una única razón para vivir. Cuando podría haber echado a la basura los límites, y establecer que cada día se podía tener una razón diferente. Y vivir.Después de la cena, subí al segundo rellano de mi habitación, a esperar que la tormenta comenzase.
Durante toda la cena, no habíamos hecho más que estar en silencio; en un silencio de esos que simulan ser silenciosos, pero en realidad, gritan más de lo que uno se imagina. Mi padre estaba haciendo horas extras en el trabajo, algo que realmente nos sorprendió. ¿Qué necesidad había? Si yo había comenzado a trabajar. En fin, en una charla fugaz con Helen, resolvimos que, quizás, estaba ocupando su tiempo para no pensar en el desastre emocional en el que se encontraba su familia. Cada uno lo resuelve a su manera, pensé.
Desde la altura, y con la ventana abierta, se podía sentir cómo la brisa se transformaba en soplido, y el soplido en viento, y el viento en tormenta. Mientras esperaba, abrí el cofre y saqué las cosas con cuidado.
Se me hacía difícil (casi imposible) explicar para qué Zora me había obsequiado tantas cosas. Abrí el libro vacío, en busca de algo más que solo páginas en blanco, pero nada; estaba completamente vacío. Di vueltas sobre el asunto, pero al abrir el libro escrito, caí en la cuenta de que —quizás— tenía que encontrar la manera de traducir aquellos símbolos, y así, llenar las páginas vacías.
El mapa me parecía algo simplemente fascinante: se basaba en la frontera, y sólo marcaba unos kilómetros antes, y después, del muro. Los dibujos eran tentativas de lo que podía haber del otro lado, sobre el costado oeste, había montañas, al igual que en el lado sur.
Mientras buscaba en cada rincón (de cada papel) una señal, un escrito personal, o simplemente un símbolo que reconociera, o que me diera la pista que necesitaba para comenzar a actuar sobre todo el material; la puerta sonó y Helen entró.
— ¿Annie?
Me quedé estática. No se lo creerá, pensé.
Mi hermana esperó. Mierda.
Escuché cómo ingresaba a paso lento. Subirá.
—Hel —dije, intentando sonar dormida —, ahora bajo.
No me atreví a tocar nada de lo que estaba desparramado sobre el suelo del rellano, ya que, cualquier tipo de ruido extraño, podría darle una pauta a mi hermana de qué era lo que estaba haciendo. Claro que no iba a creerse mi falsa somnolencia.
—Si quieres, puedo subir —se extrañó. Siempre la invitaba a subir.
Me encontraba a mitad de camino de la escalera, cuando le contesté.
—Está bien, estaba por bajar de todas formas.
Me acomodé en la cama, sacudiendo la almohada y poniéndola debajo de mi cuello, justo contra la pared. Mientras estiraba mis piernas, le eché una mirada a Helen.
—Ya me voy —dijo en un gesto con su mano —, quería decirte que mañana vamos a ir al playón norte. Hay una especie de celebración, y Moro quiere ir.
—Claro —dije y sonreí —, iré.
Helen se encaminó hacia la puerta.
—Genial, será sobre las tres de la tarde.Antes de cerrar la puerta, volvió a mirarme. Helen tenía el cabello mojado, y bastante aplastado. Le brillaba la nariz, y tenía puesto un camisón largo, con un short raído por debajo.
Sonreí y le dije que iba a estar lista.
Entonces me examinó, e hizo lo que siempre hacía, cada vez que sospechaba de mí: cambiaba la expresión de sus ojos. Como si espiara más allá de mi sonrisa.
Acto seguido, cerró la puerta y la trabó.
—Lárgalo —dijo y se sentó en la cama, abrazándose una pierna.
Me quedé perpleja.
— ¿Qué?
—Estás escondiéndome algo.
Reí sutilmente.
—Estás paranoica, Hel, igual que ellos —susurré, haciendo una seña hacia la habitación de mis padres.
—Ah, ¿sí? Bien —dijo, y bajó la pierna —. Entonces dime a dónde estabas la otra noche...
De forma automática, le aventé el almohadón que tenía entre las manos.
— ¿Puedes bajar la voz? —susurré histéricamente.
Mi hermana se acomodó contra la pared, y me sonrió con suficiencia. Sabía que no tenía escapatoria: algo tendría que contarle. La gran duda era, ¿Cuánto podía saber Helen?
En los pocos segundos que me dio, antes de volver a presionarme, medí el tipo de reacción que tendría al contarle que había pasado al otro lado del muro, y había conocido el Epicentro.
—Estoy viendo a Douglas... —escupí, con cierta vergüenza.
Helen sonrió, y suprimió una carcajada. No podía creérselo, eso era seguro.
— ¿Douglas Risper?
Su rostro era pura emoción y sorpresa.
Asentí, y ella volvió a reírse en silencio.
Comencé a contarle cómo había sido que habíamos acabado juntos. Desde aquel día en la plaza, hasta la pelea en mi cumpleaños.
Durante toda la historia, el rostro de Helen iba y venía en expresiones que oscilaban entre la sorpresa y la advertencia. A mi sorpresa, no pareció disgustarle tanto el hecho de que Douglas perteneciera a la Edad Negra, sin embargo, su expresión se transformó al contarle la propuesta que llevaba en pie desde hacía meses.
—Le dije que no —concluí. Y ella pareció respirar.
—Es una locura —admitió y se sonrió a sí misma —, Douglas Risper.
Lo dijo mientras picaba una y otra vez mi pierna con su dedo índice.
Le conté, también, como era que me había ayudado tanto con mi cámara y las fotos; y cómo era que conseguía información ultra-valiosa de la calle, y las personas que están en ella.
Automáticamente, la conversación viró hacia Elioth. Hasta la mismísima Helen comenzó a ver a Doug como una posibilidad de dar con el paradero de nuestro amigo.
Dudé unos instantes, pero no podía dar marcha atrás. Mi hermana sabría que no me quedaría de brazos cruzados ante la desaparición de Elioth. Menos aún, teniendo a alguien como Doug al alcance del silbido.
—Voy a encontrarme con varias personas que pueden darnos datos sobre dónde está —dije.
Entonces la duda comenzó a pertenecerle a ella.
—Annie, ¿estás segura? Son... Encontrarte con Douglas es una cosa, pero hacerlo con personas que no conoces...
Sabía que tenía toda la razón, pero mis ojos debieron haberlo dicho todo, porque Helen cerró la boca y asintió.
—Bueno —dijo. Más para sí, que para mí.Entonces, en ese silencio, una sensación me recorrió el cuerpo: el día que volví del trabajo, y mi familia me esperaba en la sala, no pude hacer otra cosa que negarlo hasta el cansancio. "Están equivocados, volverá para el anochecer" repetía, una y otra vez; luego, pasó una hora. Dos horas. Tres. Cuatro. Medianoche y nada.
El reloj dio las doce, y algo en mí se rompió; como si un frágil cristal estallara justo en mi pecho. Recuerdo haber perdido el conocimiento de tanto llorar, así como también, el haber perdido el aire en varias oportunidades.
En ese momento, resolví que estaba pasando por la decepción más grande de mi vida. Sentir que desconoces a alguien que pensabas conocer hasta la médula, fue una de las cosas más horribles por las que haya pasado jamás.
El solo hecho de pensar que mi hermana podría sentirse al igual que yo me había sentido el día que Elioth desapareció, me causaba angustia.—Tengo que contarte algo más...
Helen levantó su mirada.Un secreto, además de ser algo que se reserva y se oculta de los demás, es el nombre de un pequeño rincón en los muebles, que sirve para guardar papeles, dinero u otros objetos.
Supongo que todos tenemos un Secreto: ese diminuto lugar, que puede llegar a convertirse en un depósito increíble.En aquel monólogo, resolví que intentaría no dejar al Secreto ganar tanto espacio la próxima vez.
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SUBVERSIVOS #1
Science Fiction"Silencio. Silencio. Y luego -sin aceptar que aquello podía ser producto del deseo y la esperanza- el eco ínfimo del agua a lo lejos. No teníamos otra opción. Tomé tres granadas de la bolsa que l...