Ira.

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La noche de la celebración de mi séptimo año en el mundo fue una noche hermosa, al menos exteriormente. La luna estaba redonda y blanca como la nieve que en aquel momento cubría los techos de las casas, nieve sin pisar, nieve limpia. Corría una brisa que congelaba los huesos y te hacía llorar los ojos, y a pesar de que el rey no estaba, y tampoco Magnus ni sus hombres, la gente estaba feliz por la celebración. Sin embargo yo no quería nada de aquello, me habían colocado un vestido rojo de lana con detalles dorados por todas partes, y mi pelo estaba suelto aquella noche, aunque no era lo más propio para mi edad. A mí me gustaba llevarlo así porque me sentía más yo misma. Recordé con nostalgia cuando mi madre me regañaba por llevarlo así, todo suelto y despeinado, y me lo cepillaba y trenzaba antes de ir a dormir, contándome alguna historia dulce para que pudiese conciliar el sueño, después de darme un vaso de leche caliente con unas gotas de aceite de rosas que ella misma preparaba.

-¿Por qué esa cara larga? -preguntó Eyra que se acercó a mí con el mismo sigilo que su hijo solía llevar a todas partes.

Me agarré el collar que Magnus me había regalado y miré hacia la reina, la cual llevaba una copa de hidromiel en la mano. Se agarró la falda y se sentó a mi lado, me ofreció la copa. Me quedé mirándola un rato sin saber qué hacer, pero finalmente la cogí y le di un pequeño trago, contraje el rostro en una expresión de asco. La reina se rió.

-Es difícil... -murmuré.

-Es difícil vivir algo tan importante sin tus seres queridos, lo sé.

No sabía bien si se refería a Magnus o bien había algo en su interior que sabía mi verdad, pero no pregunté por miedo a la respuesta.

-Supongo -contesté intentando quitarle importancia.

-Cumples años como alguien diferente, como Landvik, como la hija de un conde, un día heredarás lo que tiene, o puede que te cases y acabes con un rango mayor.

Pensé en aquellas opciones, por supuesto a pesar de mi corta edad no era estúpida y sabía bien que podía conseguir prácticamente todo lo que quisiera, habría muchos hombres que querrían casarse conmigo, hombres importantes. Pero aquello no estaba en los anhelos de mi corazón, lo que quería iba más allá de la riqueza y los títulos, aunque fuese lo que movía las motivaciones de la mayoría de los hombres y mujeres con un poco de poder, deseosos de escalar en la gran montaña de influencias importantes.

-Mi destino solo lo saben los dioses.

-Exacto, pero hay cosas que pueden intuirse, eres una niña muy hermosa, mucho más de lo que crees, en un futuro habrá colas para poder pedir tu mano, eso lo sabrás ¿verdad?

Tenía siete años, por supuesto que no lo sabía.

-Casarse es tan solo uno de los muchos caminos que una mujer puede escoger.

-¿No es el tuyo? -preguntó con curiosidad.

Una curiosidad que no lograba comprender.

-Aún no lo sé -mentí-, tan solo tengo siete años.

La conversación terminó allí, gracias a todos los dioses algo distrajo a la reina y pude escabullirme, intenté buscar a Lyn, pero esta estaba con Yves. Me giré y me encontré de bruces con Kai, seguía furiosa y cada vez que lo veía no podía parar de sentir la sangre hervir, quería tirarme encima de él y destrozarle aquella sonrisa tan arrogante.

-¿Vas a volver a escapar?

Estuve a punto de girarme, irme y dejarlo allí, pero no sabía el porqué, aquella noche no pude.

-Kai, ya sé que te crees más importante, más listo, más astuto, más fuerte y todo lo que quieras que yo, pero te asombraría descubrir que la única cosa que te hace algo superior es tu estúpido título de príncipe.

-¿Y? -preguntó esperando más palabras insolentes por mi parte.

-Y un estúpido título no significa nada, no significa nada a menos que te lo hayas ganado, y tú tan solo naciste en un mundo acomodado por pura suerte.

-¿Entonces eres superior en todo lo demás?

-Sí -contesté sin pensar-, y siempre será así.

Me fui a girar pero Kai me agarró con fuerza por una de las muñecas, me dedicó una mirada furiosa pero a la vez intrigante.

-¿Y por qué no me lo demuestras?

-No tengo dudas de lo que soy, por eso no tengo que demostrar nada. Si tú estuvieses tan seguro de eso tampoco lo necesitarías.

Pude ver como sus ojos se oscurecían, cabreado una vez más por haberlo dejado sin palabras.

-¿Y el lugar del que procedes es mejor que el mío?

-¡EL LUGAR DEL QUE PROCEDO YA NO EXISTE!

Toda la sala se giró para mirarnos, me miraron extrañados. Y de repente todo fueron golpes y patadas, me tiré hacia Kai y dejé caer toda mi rabia, pero este no hizo absolutamente nada, se quedó quieto como una piedra incluso cuando le arañé la cara y pude ver algo de sangre. Sentí como alguien me elevaba por los aires sin que yo parase de chillar, gritaba cosas sin sentido, grité y grité hasta que me quedé sin voz y me sacaron de allí. Había dejado a la rabia apoderarse de mis acciones y mis palabras, había dejado a la inteligencia y la astucia de lado y aquello no era lo que más me convenía; lo sabía. Pero allí estaba, con la garganta rota y algo de piel de Kai bajo mis uñas. Había hecho sangrar a una de las personas más importantes del país, sin embargo allí estaba, con la cabeza sobre los hombros y Váli sujetándome contra él hasta que me tranquilicé.

-Ylva, esa ira... -murmuró Váli acariciándome la cabeza-, no es hacia Kai, no es hacia la gente importante, no la malgastes.

Y posiblemente aquel fue uno de los mejores consejos que me dieron jamás ¿lo seguí? Por supuesto que no.
A la mañana siguiente cuando todo se había calmado y se escuchaba el ligero ajetreo de las personas volviendo a sus tareas me desperté sin sollozos ni gritos, el haber liberado mi ira de aquella manera, aunque hubiese sido la incorrecta me había hecho poder dormir mejor.
Cuando Mérida me llevó a la sala para desayunar no esperaba encontrar a Kai sentado al otro lado de la mesa, en silencio bebiendo un vaso de leche. Miré a Mérida pidiendo alguna explicación, pero no la encontré, tan solo se retiró. Me senté en la silla frente a Kai, dudosa y reacia a lo que pudiese pasar. Entonces Kai me miró silenciosamente y sin decir ni una sola palabra me dedicó una sonrisa, me empujó el trozo de pan que había sobre la mesa. Y no necesité nada más, no necesité palabras ni un gran discurso, con aquel simple gesto supe todo.

Una inocencia maldita 1 |COMPLETO|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora