A r t u r o | IV

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IV

Mi madre, cuando yo era pequeño, me leía cuentos para dormir las noches que no estaba de turno. Me encantaba escuchar su dulce voz susurrando las palabras que daban vida a las historias en mi cabeza, de valientes heroínas que rescataban dragones y de alegres pastores que buscaban tesoros; de niños de mi edad que corrían trepidantes aventuras y personas adultas que resolvían misterios muy complicados que a veces no llegaba a comprender.

Yo tenía la sospecha, y la sigo manteniendo, que mi madre usaba esos pequeños espacios conmigo para distraerse ella del ajetreo del día y de los problemas que un pequeño niño de cinco años no era capaz de entender. Nunca me los contó, sin embargo, pero a mí no me importaba la historia mientras me siguiera contando cuentos con su preciosa voz. 

Entre todas esas historias, mi preferida, sin lugar a dudas, era el de Pedro y el lobo. Quien iba a decir a mi yo de cinco años que algo similar a tal historia iba a pasar con mi hermana, con la única pega de que ella no miente, sino que es así; y que por mucho que pase una y otra vez, la seguimos creyendo.

Así, siendo el primer día de clases, me despierto con un golpe metálico y el grito de mi hermana en algún lugar del piso. Salgo de la cama rápidamente enredando mis pies a las sábanas y buscando a tientas las gafas para poder ver algo más que figuras borrosas en la tenue luz del cuarto.

Una vez me las coloco compruebo que mi hermana no está en la litera de arriba. Luego, en el camino al pasillo, me reprendo por tal pérdida de tiempo. Aunque ese pensamiento se apaga cuando llego al baño, única habitación con la luz prendida en el oscuro pasillo, donde veo a mi hermana llorando desconsoladamente mirando una lata caída en el suelo rodeada de pinzas y horquillas.

Con una mueca cansada me apoyo en el marco de la puerta, dejando caer el peso y la tensión en el gesto.

—Gin...

—¡Ginebra! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien, mi cielo? —Mi madre entra en una exhalación en el cuarto, y se acerca a mi hermana sorteando lo tirado en el suelo con sus pies descalzos. La rodea con los brazos y le pasa un pañuelo que debe de haber traído consigo, murmurando palabras tranquilizadoras. Yo me agacho y empiezo a recoger el estropicio, sintiendo los sollozos de mi hermana mayor hacerse más tenues mientras se va tranquilizando.

—Lo siento. Yo... no quería causaros más inconvenientes —hipa Gin de manera entrecortada en el hombro de mi madre.

—No pasa nada, cielo. Fue solo un susto, ya pasó... —Mi madre la mece suavemente como si tuviera cinco años, no los diecisiete que ya tiene, mientras le sigue murmurando con voz arrulladora.

En esas no puedo evitar pensar en todas las veces que mi hermana no quiso escuchar los cuentos antes de dormir. Parece que las tornas se han dado la vuelta y ahora sí que aprecia el increíble poder de la voz de mamá.

Cojo aire tras recoger la última horquilla antes de levantarme, componer una sonrisa, tender la lata a mi madre y salir del baño.

Intento echar el sentimiento de cansancio causado por lo mismo ocurrido una y otra vez, ya que eso solo incrementa que me sienta mal hermano, pero aún así la sonrisa desaparece de mi rostro en cuestión de segundos. En serio, adoro a mi hermana, pero ciertos días solo desearía unos tapones y echarme a dormir para que todo esto no se me cayera encima.

Llego a la cocina donde mi padre se encuentra sentado y tranquilo mirando el móvil, tomando su típico e imprescindible café con leche.

—Gin está llorando —digo, buscando alguna reacción a parte de sus ojos moviéndose a través de las palabras que se reflejan en la pantalla del dispositivo.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora