D a n a | XXXVI

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XXXVI

El reloj pita con gran estruendo, marcando las once de la mañana. Parpadeo.

—¿Dana? —grita una voz al otro lado de la puerta, dando un suave golpe con los nudillos sobre la madera—. Dana, ¿estás ahí? —insiste mi padre. Parpadeo.

—Sí, papá —contesto, sin ganas de gritar ni de apartar la mirada del techo. Hay una minúscula mancha en la esquina. Aparto la vista de ella antes de que el pensamiento se manifieste en mi mente. Tarde. Tiene forma de labios.

—Tu madre y yo vamos a ir a desayunar con los Espases al Lady’s. —Una mueca se instala en mi boca. Si tuviera fuerzas, me taparía los oídos. Estamos, como mucho, a dos metros de distancia; no hace falta gritar—. Si necesitas algo, Maika está en la salita.

—Entendido.

Me quedo mirando una nueva mancha en el techo mientras los pasos pesados de mi padre se alejan sobre la alfombra del pasillo. Aún recuerdo cuando rocié, sin querer, el eyeliner de mi madre sobre el techo cuando lo agité en un intento de hacer que se desatascara, apenas tres años atrás. Quería que mis ojos resaltasen más, pero tras la bronca que me llevé tras “redecorar” mi cuarto a gotitas negras, decidí rendirme con ese líquido maldito.

Para ojos bonitos los de Zephir.

Un gruñido atraviesa mi garganta. Me llevo las manos a la cara y me la froto con rudeza, tratando de despejarme. Craso error. Basta con que la yema de mi dedo meñique acaricie durante un segundo mis labios para que todo lo sucedido la noche anterior vuelva a mi mente, aguijoneando mis sienes. Suelto un suspiro y cierro los ojos. Quedarme aquí tumbada no va a solucionar nada.

Aún así, no me levanto.

—Joder —musito, levantando la cabeza y estirando la mano para darle un golpe al reloj, que ha vuelto a pitar—. Ya me he enterado de que son las once, ¿vale? —gruño, observando como la pantalla digital parpadea hasta apagarse. Dejo caer de nuevo mi cabeza en el almohadón y doblo el codo hasta que mi brazo queda como escudo entre mis ojos y el mundo. No soporto la luz que entra por los resquicios de las cortinas echadas—. Solo he dormido cuatro horas. Dejadme descansar —murmuro a nadie en particular.

Pero es quedar a oscuras para que la noche anterior vuelva a atormentarme. Zephir… No me entiendo, y no quiero hacerlo. Hace relativamente poco que nos despedimos. Creo tener el derecho de descansar un poco. ¿Es mucho pedir?

Sí, lo es. O, por lo menos, mi cabeza parece pensarlo. Una y otra vez, la cara de Zephir me sonríe en mi mente, como si estuviera aquí conmigo. Y una y otra vez mis labios cosquillean en el tenue recuerdo de los suyos sobre los míos. Y los míos sobre los suyos. Ambos entrelazados.

—Zeph, espera un momento —dije, cogiéndolo por la manga de su abrigo naranja chillón. Recuerdo perfectamente cómo en ese momento el recuerdo de la tira de su camiseta interior inundó mi mente. Concretamente la piel tibia de debajo, asaltando mi cara con una oleada de calor inesperada. Allí, quietos en el pasillo, ambos nos miramos a los ojos—. ¿El juego va a seguir?

Zephir, en ese momento, cambió la dirección de sus pies y me encaró todo lo frente que podía. Dando la espalda a la puerta, se encogió de hombros, indiferente. Solo que sus ojos, desde luego, no estaban desinteresados.

—¿Tú que quieres? —me preguntó. Su voz vibró con cierto temblor pero, antes de que tuviera tiempo de analizarlo, la intensidad de sus ojos volvió a clavarse en los míos, despejando cualquier pregunta de mi cabeza.

—¿Vas a seguir intentándolo con Sandra? —inquirí, con nuevas dudas aguijoneando mi cabeza. Temía, de verdad que temía, su respuesta. La lenta sonrisa que asomó por sus labios colmó mis nervios. Mis puños se cerraron y mi ceño se frunció, dispuesta a increparle. Pero su respuesta me dejó clavada en el suelo. Aunque, en el fondo, mi interior ya se lo esperaba. Concretamente desde aquel día en la azotea en el que me dijo que la chica que le gustaba era como una rosa plagada de espinas.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora