D a n a | XLIX

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Lamento la gran espera entre el anterior capítulo y este.

Pero, por fin, espero que lo disfrutéis mucho <3

...

XLIX

Cuenta la leyenda, o simplemente Asunción cuando los profesores parecen ponerse de acuerdo para no pedirle cosas durante cinco minutos, que hay un aula en el instituto a la cual el personal de limpieza rechazó entrar hace ya veinte años; exactamente los veinte años que lleva Fátima al cargo del periódico escolar. Exactamente, por tanto, los años en los que llevan acumulándose papeles y carpetas unas sobre otras encima de sillas, mesas y suelo. Y, en caso de necesidad, sobre los pobres alumnos que deciden dedicar su poco tiempo libre a escribir unas cuantas líneas del jornal que los profesores leen en los ordenadores de la sala de descanso cuando la máquina de café decide pasar a mejor vida; lo cual, para su desgracia, ocurre muy a menudo.

En este momento, tengo siete carpetas rojas, dos verdes y un montón de cien hojas grapadas sobre el regazo mientras espero que, o bien la profesora o bien el estudiante a cargo, vengan a decirme de una maldita vez si puedo comenzar las pruebas para entrar en la redacción o bien me momifico con los utensilios que a buena fe han dejado a mi mano. Quién sabe, quizás cien hojas, tijeras y celo son suficientes para hacer un buen trabajo egipcio con mi brazo.

Sí. Creo que tanto desorden ha comenzado a afectarme.

—Sígueme.

Con un pequeño sobresalto, esparciendo varias hojas no grapadas por el suelo, levanto la vista justo a tiempo para ver cómo, con apenas una mirada en mi dirección, la profesora Fátima pasa a escasos centímetros de mí para continuar su camino a través del aula hasta llegar ante una estrecha puerta de contrachapado en un lateral del aula que no había visto en todo el tiempo de espera que llevo aquí. Aunque, mirándolo de otro modo, lo raro hubiera sido verla a pesar de los montones de carpetas que se acumulan sobre mesas y pupitres.

Reprimiendo un suspiro cansado, me levanto de la silla dejando todas las carpetas y papeles en el lugar que segundos atrás ocupaba mi cuerpo y, recogiendo aquellas hojas que no han volado hasta Narnia para volverlas a colocar en su montón, me aliso la falda y sigo el camino que la amante de la sintaxis hizo antes.

Una vez en la puerta, hago sonar mis nudillos varias veces hasta oír un opacado "pasa" al otro lado. Cogiendo aire, me recuerdo que quiero hacer esto. No es la primera vez que he tratado con Fátima y, si bien es una buena profesora en su materia, también se las arregla siempre para sacarse matrícula en "cómo molestar a Dana Ginestera sin pestañear dos veces". Quiero hacer esto, y ya me han hecho esperar al segundo trimestre para hacer la prueba.

No la cagues, Dana.

Agarro el pomo con firmeza y lo giro, dando un paso hacia el interior de lo que parece un pequeño despacho dentro de lo que, en otro tiempo, debió de ser un estrecho y alargado cuarto de la limpieza. La verdad, Fátima debió de hacerles la pascua al personal de mantenimiento al agenciarse esta habitación.

—Dana. Ginestera, ¿verdad? —inquiere la profesora, ahora sentada en el escritorio, observando la primera carilla del trigésimo bloque de hojas grapado sobre su mesa. Reconozco la foto que tuve que mandar cuando decidí apuntarme sujeta contra una esquina con la ayuda de un pequeño y plateado clip.

—Exacto.

Fátima asiente. Luego, colocándose un lápiz entre su oreja y su corto pelo negro, pasa a la siguiente página y la extiende delante de mí en el escritorio. Saca un bolígrafo del bolsillo que su camisa tiene en el pecho y me lo tiende.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora