A r t u r o | LVI

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LVI

Ha sido una mañana intensa. Muy intensa.

No esperaba menos de una mañana en la que he dejado de huir. Una mañana de veinticinco de febrero, dos días después del cumpleaños de Dana, en la que decidí que ya no había razones para evitar los mensajes de Zephir.

Nos reunimos en la Plaza de Corazones, yo con el corazón martillando contra mi pecho, resistiendo al miedo a la reacción de Zephir, resistiendo al temor a que no sea capaz de perdonar; a mí mismo y a los demás. Miedo a perdernos.

Cuando lo vi, me di cuenta de que mi terror era compartido; creo que en todo el tiempo que llevo viviendo en Lloivela no había visto a Zephir tan temeroso.

Comencé a hablar yo, pidiendo perdón. Pero apenas me dejó terminar y, antes de que me diera cuenta, Zeph comenzó a deshacerse también en disculpas, contándome cómo odiaba no arrepentirse de haber empezado el juego, pero sí como deseaba cada día de no haber pensado mejor el daño que podía causar a los demás; el daño que podía causarme a mí.

No me dejó interrumpir. Siguió hablando, contándome cómo la culpa era suya y no de Héctor, consiguiendo que todos los músculos de mi espalda se tensaran. Habló sobre cómo a su mejor amigo le gustaba yo, cómo le había pedido ayuda a Zephir, y cómo él mismo había decidido que el juego era la mejor manera para intentar cumplir los deseos de ambos. Y, por último, me abrazó y me pidió perdón por no haber insistido más en que abandonase el juego cada vez que hablamos, cada vez que me veía agobiado.

Le devolví el abrazo e intenté no llorar. Intenté no desbordar todas las emociones que me atenazaban. Y comencé a hablar yo también, diciendo que yo le debía al mismo tiempo una disculpa mejor de la que les había dado a él y a Dana días antes. Mi voz se rompió y Zeph me abrazó más fuerte, por lo que nos estábamos diciendo y por todo lo que está pasando estos días.

Nos separamos y nos fuimos a sentar en uno de los bancos más alejados, sintiendo algunas miradas reunidas sobre nosotros. Y ahí volví a hablar, mirando como las palomas paseaban al lado de la estatua, cerca del césped, picoteando en el suelo.

—Te entiendo, Zephir —comencé—. Todos cometemos errores y tomamos decisiones que no son las mejores. Como me pasó al presentarme en tu casa y comencé a gritaros y a acusarte de cosas que eran más el dolor por todo lo que me estaba pasando hablando antes que verdades o pensamientos. Estás enamorado de Dana, es evidente, y nunca debería de haber dicho que hacías todo por separarla de Darío. Sé que si el resultado final hubiera sido una pareja entre ellos dos, lo habrías aceptado. —Cogí aire y me atreví a mirarlo de nuevo a los ojos, al torbellino de sentimientos azules que se arremolinaba alrededor de sus pupilas—. Lo siento. Siento haberme alejado de vosotros estos días, pero lo necesitaba. Ya veo todo mejor, con mucho más positivismo. Y siento todo lo que pueda haber pasado entre Dana y tú por mi culpa.

Zeph negó con la cabeza y me sonrió débilmente.

—Dana y yo hemos comenzado a salir —me confesó, a lo que yo no pude más que corresponderle al gesto, sonriéndole de vuelta—. Aún estoy algo sorprendido de que no me odie.

No tardé mucho en darme cuenta de qué intentaba decir con esas palabras, por lo que le cogí la mano intentando parecer todo lo seguro que ambos necesitamos.

—Yo tampoco te odio Zeph —afirmé.

Zeph se mordió los labios y asintió, dándome otra abrazo rápido sobre mis hombros.

Poco después nos despedimos uno del otro, con la promesa de no contarle a los demás sobre su relación y de que, en caso de que necesitara cualquier cosa, cualquier día y en cualquier momento, lo llamara.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora