D a n a | VII

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VII

Tumbada en la cama miro el móvil situado en la mesilla de noche y rechino los dientes con fastidio, reacia a levantarme aún. Todo bastante patético, la verdad.

Ayer llegué a casa de la reunión con un lío en la cabeza considerablemente chungo. Es solo recordarlo y la vergüenza me ataca, pero es que me parece patético que me fastidie que alguien tenga algo tan perfectamente dispensable como es un novio antes que yo. ¡Por favor!

Y no es lo peor, porque para empeorar la situación, la escena del beso de Darío y Mía en el verano se repite en un infinito bucle ante mis ojos, como diciendo: Oye, no te olvides de esto. Necesitas torturarte un poco más.

Puff, si Isabella (la presidenta del club feminista y la persona que más tirria le tiene a los chicos que conozco) se enterara de que estoy así por un chico, me cortaría las trenzas para hacer una peluda corona para decorar mi tumba.

Y para aumentar aún más el círculo de lo patético que recorre mi vida últimamente, tenemos la maldita esperanza de las narices. Me explico:

Ayer llegué, como ya he dicho, a casa con la vergüenza, la confusión y el cansancio cargando contra mi espalda. Con la mochila arrastrando, me dejé caer en el impoluto sofá del impoluto y gran salón del ático al lado de Maika, que se encontraba viendo un programa de cocina en la televisión.

Ahora que lo pienso, debía de estar verdaderamente dispuesta a torturarme como para que se me ocurriera la idea de meterme, por trigésima vez en el día, en Instagram. Nada más cargar la aplicación, una foto nueva subida por Darío chocó contra mis ojos. Era una foto en la playa, en verano a juzgar por los bañadores que llevaban, donde podía ver a mi amigo abrazando a Mía por la cintura mientras le daba un beso en la mejilla. Mía parecía estar quejándose en ese momento, pero tenía una inmensa sonrisa que estrujó traicioneramente mi corazón.

Corazón que, nada más ver que había dos chicos y una chica más en la foto, volvió a latir de nuevo con el color verde de la esperanza, sobretodo al identificar a uno de los adolescentes como Unai, el hermano de Victoria. Y lo mejor, que miraba de perfil a Mía y a Darío con una mueca demasiado amarga como para ser un joven en la playa en verano con sus amigos.

Y ahí mi corazón pasó a verde neón.

Lo sé, bastante patético.

Al cabo de diez minutos más recreándome en la autocompasión, levanto mi culo de la cama y sacudo las sábanas antes de ponerme a hacerla. Entre bostezo y bostezo elijo la ropa, y acabo saliendo del baño con un simple chándal para la clase de Educación Física, renunciando completamente a la idea de salir a correr.

Nada más abrir la puerta del cuarto para ir a desayunar, la figura de Maika se materealiza ante mí. Ahogando una exclamación, me detengo antes de chocar contra ella, llevando una mano a mi corazón.

—¡Uy! Sustos a estas horas no, please. Aún no funciono —digo adormilada.

La bajita mujer levanta una bayeta ante mi cara, con los ojos marrones centelleando por la molestia.

—Dani, has hecho tu cama —afirma en tono de queja. Yo asiento, cansada.

—Y tú prácticamente de mi madre desde que trabajas aquí. Así que no vengas con lo de que te pagan por ello, porque lo de madre no está en el contrato —Extiendo una mano y bajo la bayeta, situada a la altura de mi cara, y miro a los ojos de Maika—. Voy a desayunar. Hoy me apetece melón. ¿Sabes si mi padre dejó algo en la nevera?

Paso por su lado y ella suspira.

—Sí, sí que queda. Y tu madre hace bien su función.

—Ya lo sé, yo no he dicho eso. Simplemente es un hecho que su función la hace considerablemente poco. Y hay ciertas cosas que yo no obligaría a hacer a mi hija, como vestir de etiqueta para personas lo bastante estiradas como para criticarte pese a la cara marca de tu vestido que te señala como “igual” —digo de camino a la cocina y mientras rebusco un plato.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora