Z e p h i r | XXXVII

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XXXVII

—Me dijo que estaba mareado. No debería haberlo dejado ir solo a la cocina. —Una voz suave y lejana llega a mis oídos en un delicado eco. Pese al agudo pitido que palpita en mi sien izquierda soy capaz de discernir su tono preocupado. Mujer, es una mujer...—. ¿Crees que le pasará algo?

—Hablaremos con él cuando despierte —dice otra voz, esta vez masculina, que roza las notas graves entre ascensos y descensos suaves y quebrados—. Voy a buscar un vaso de agua. Ya vuelvo.

El pitido aumenta cuando el sonido repentino de una puerta al cerrarse perfora mis oídos. Un débil gruñido de queja sale de entre mis labios.

Mis párpados aletean, pesados, pero vuelven a caer cuando la luz golpea mis pupilas. Noto la boca seca y pastosa, con un latiente sabor amargo hacia la garganta, y la nariz helada e inutilizada por la congestión.

—¿Dónd…? —consigo balbucear, tragando saliva con fuerza.

Vuelvo a intentar abrir los ojos, levantando una de mis manos a la altura de mi frente para hacer una especie de sombrilla. El movimiento me cansa más de lo esperado, dejando que un suspiro extenuado se cuele entre mis labios. Cuando mis pupilas se habitúan y soy capaz de enfocar la vista, me encuentro de lleno con la mirada preocupada de Dana. La mujer…

Sus ojos relampaguean, muy abiertos, un instante antes de que sus brazos me envuelvan por los hombros, separándome del mullido colchón. Sin que apenas me dé tiempo a ser consciente de lo que está pasando me aprieta con fuerza contra su pecho, que respira agitado.

Espera, ¿colchón?

Mientras mis brazos se mueven por inercia para rodear su cálido cuerpo consigo ver, entre las hebras de oscuro cabello que rozan mi congestionada nariz, las paredes decoradas con tapices de motivos africanos y muebles de madera oscura sobre la suave pintura gris. No tardo mucho en reconocer la habitación de Dana. ¿Cómo he llegado aquí?

—¿Cómo he llegado aquí? —pregunto, sintiendo un agradable retumbar en mi pecho. Su corazón y el mío laten juntos, llenando mis dormidos oídos adoloridos por el desagradable pitido que, por fortuna, comienza a remitir.

—Te despertaste, ¿no te acuerdas? —dice Dana, aún con su pecho pegado al mío y su aliento chocando en pequeñas nubes con algún punto cercano a mi oído, erizando mi piel. Durante unos segundos no dice nada más; yo no se lo pido. Después suspira, separándose lo necesario para sentarse en el borde de la cama. No me había dado cuenta hasta ahora de lo enorme que era; casi del tamaño de una matrimonial. Niego con la cabeza, buscando sus ojos—. Hace una hora te desmayaste cuando Darío llegó. Te caíste al suelo en el salón y te despertaste al cabo de un minuto. Estabas verdaderamente grogui —murmura, retirando con un dedo un mechón que no me había dado cuenta que estaba sobre mi frente. Su contacto es frío, helado, pero no me importaría que se mantuviera ahí un rato más. Pero, como si mi piel quemara, su mano vuelve a colocarse en su regazo demasiado rápido, demasiado pronto—. Te trajimos aquí e intentamos bajarte la fiebre —continúa—. Y te quedaste dormido.

—¿Me… desmayé? —repito, llevándome una mano al costado que, ahora que estoy más despierto, palpita adolorido. Aparto la mirada de Dana un momento para buscar el motivo, oculto por el jersey beige que me puse a toda prisa antes de venir a su casa.

La puerta se abre con un pequeño chasquido. Una mueca se instala en mis labios; no hace falta que mire para saber que se trata de Darío. Alzo la vista cuando habla.

—El sofá —dice el moreno, que me observa ahora apoyado en la pared de al lado de la puerta. Un vaso de agua descansa entre sus dedos, delicado, y varios mechones salvajes de pelo caen sobre sus oscuros ojos. Hace un gesto con la barbilla, señalándome—. Al caer te diste contra el sofá. Por lo menos es más blando que la mesita de café.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora