Z e p h i r | XXVI

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XXVI

Tengo bastante claro que, si Dana no fuera conmigo a clases, podría concentrarme mejor.

La verdad es que he llegado a esa conclusión millones de veces; pero hoy, un viernes a cuarta hora dando Matemáticas, sus expresiones y muecas frustradas habituales durante los cincuenta minutos que dura la asignatura me distraen más que de costumbre. Y es que su nuevo peinado parece hecho para acabar conmigo y mi precaria concentración, enmarcando su rostro en un marco de pelo abundante y rizo, brillante y negro por los hombros, que convierte su habitual belleza en una verdadera obra de arte que admirar. Y creo que todos estamos de acuerdo en que eso, en medio de clase, no es posible; mas mi rebelde cerebro se hace con la suya ordenando a mi cuerpo sentarse casi de medio lado y a mis ojos a observarla de soslayo.

Baste decir que solo es gracias a mi control de la materia que confío en mantener mi sobresaliente. Si no fuera por ello, estaría perdido.

—Chss, Zeph —chista a mi lado su voz, tirándome un pequeño papel puntiagudo que rebota en mi brazo con un pequeño pinchazo, llamando una atención que, desde su ignorancia, no sabe que lleva en ella los últimos cinco minutos. Aún así me giro, moviendo la cabeza de tal forma que parezca que mi atención recaía en mis apuntes, y centro mis ojos en sus facciones preocupadas—. Dime que tienes la explicación de los vectores apuntada.

—Claro —respondo, sacándola de mi carpeta para entregársela. Dana se cerciona de que la profesora no esté mirando en nuestra dirección antes de extender el brazo y agarrar la hoja.

—Muchas gracias —murmura.

Luego su mirada se pierde en las hojas que le acabo de tender, abandonándome a la eterna explicación de la profesora. Su voz no tarda mucho en perderse como segundo plano, al igual que los apuntes abiertos en mi mesa, cuando vuelvo a observar a Dana con disimulo por el rabillo de mi ojo. Lejos de querer parecer algo que no soy o de molestarla, suspiro y vuelvo mi vista a mis manos, sintiendo el habitual pinchazo que me acompaña cada vez que hablo con ella desde la despedida en la pizzería días atrás. Si la sensación dura hasta el día de hoy se debe a que fue un enorme jarro de agua fría que me caló en lo más hondo, y aunque su último abrazo me ha permitido mantener encendida la vela de la esperanza, ahora vuelvo a ser muy consciente de que conseguir lo que siento es muy difícil y que no debo confiarme. De hecho, la posibilidad de que llegue a albergar verdaderos sentimientos por mí es ínfima.

Obviamente, no me he rendido. No lo he hecho porque el recuerdo de la azotea, del cine y de nuestro abrazo en mi portal luchan por hacerse oír sobre lo demás, y porque soy consciente de que nunca está todo perdido. Por ello, toca seguir intentándolo. Pero esto no quita que durante los últimos días no me haya sido incluso difícil acercarme a hablar con ella por la falta de confianza en mí mismo y en sus sentimientos. Pero, para mi suerte o mi desgracia, sigue siendo una de mis mejores amigas.

Aparto mis ojos de su perfil, el cual he vuelto a observar sin darme cuenta, para escribir la fórmula que la profesora Andrade dicta en la pizarra, mirando durante escasos segundos la figura de Rebeca sentada a mi otro lado. Aún así, mis traidores globos oculares poco tardan en volver hacia Dana, que esta vez me pilla de lleno.

—¿Pasa algo? Noto tus ojos en mí todo el rato —pregunta, sus oscuras cejas arrugadas por la confusión.

Mi boca se abre, sorprendido de que lo haya notado, y reuniendo toda la fuerza de voluntad que soy capaz para no ponerme a balbucear y para que no se note que, efectivamente, me acaba de pillar de lleno. Con rapidez, busco alguna explicación en la que no deba decir las palabras “me gustas” o similares, y acabo diciendo algo que no se aleja de la realidad.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora