D a n a | II

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II

—¿Maika? ¡Ya he vuelto! —grito en la soledad del salón. Oigo una voz en respuesta y me dirijo a la cocina, parando de camino en el cuarto de la colada para dejar la toalla para el sudor que llevé a correr por el paseo marítimo.

—¿Qué tal el ejercicio matutino? —Me acerco a la mujer, que se afana en cocinar unas tortitas vegetarianas.

—Bien. Pero Maika, no necesitaba tal desayuno. Con tostadas estaba bien -sonrío. Ella bufa y, mientras acaba con las tortitas, voy a la ducha. Cuando acabo, solo me da tiempo a coger el desayuno (que Maika muy previsora envolvió en papel de aluminio) y la mochila y salir corriendo escaleras abajo.

Cuando llego a la esquina donde suelo esperar a Sandra, veo que pese a la hora que es no ha llegado. Resoplo, sabiendo bien como es mi mejor amiga, y me recargo en la pared más limpia que encuentro a esperar, sabiendo bien que no es buena idea llegar tarde a la clase de la señora Andrade el primer día del curso.

En esas veo un autobús escolar pasar por mi lado, con el logo de la escuela que, sino recuerdo mal, es a la que van los hermanos de mi amigo Zephir. Lo sigo con la mirada esperando verlos dentro y, cuando la aparto, veo correr a Sandra sonrojada hacia mí, con la mochila aún en la mano.

Me río y la insto a acelerar entre sus disculpas entrecortadas.

Una vez en el instituto me despido de ella en la puerta de Matemáticas, donde cojo aire antes de internarme para enfrentar la peor asignatura que pude haber elegido por no saber que cursar en primero de Bachiller, lo que se podría traducir por un desastre como no te decidas para el año que viene.

Rebeca y Andrés ya están dentro, pero no hay rastro de Zephir, lo que es extraño ya que es un cerebrito en la materia y uno de los alumnos que designa Andrade como "los que sí valen la pena y hacen que disfrute este trabajo". A veces desearía exterminar a estos alumnos para que la señora se retire.

Me siento en las primeras filas, dispuesta a enterarme de algo, pero no tardo mucho en distraerme de las indicaciones de la recta de la profesora sobre cómo va a hacer este curso lo suficientemente difícil para suspender a los vagos. Debo aclarar que sus palabras no son exactamente esas, pero se acercan.

Quince minutos después, un golpe en la puerta hace que levante la mirada de los cuadrados de mi libreta.

—Edevane, llega usted tarde. —El día que nos tutee esta señora se acaba el mundo, y con ello las matemáticas.

—Lo sé. Lo siento. —Zeph cierra la puerta a sus espaldas, más que consciente de que la profesora no echará de clase a uno de sus alumnos predilectos, por muy tarde que llegue—. Hola —murmura al sentarse a mi lado, mientras saca sus cosas.

Respondo y pruebo de nuevo a atender, aunque acabo más frustrada cuando no doy hecho bien ningún ejercicio de repaso y él responde a todos sin la necesidad de escribir la mitad que yo. Lo miro mal varias veces, pero no surte el efecto esperado, ya que se ríe silenciosamente de mí cada vez que hago mis esfuerzos por mandarlo al cementerio.

El resto de la mañana transcurre sin contratiempos, más allá de que en Biología presentan a una nueva alumna y que en Física y Química la entusiasta profesora nos llena de ejercicios sobre formulación.

Al llegar a Historia Contemporánea, Arturo me informa que por la tarde hay reunión del Club. Se sienta justo cuando entra al aula el amargado profesor Adolfo, cuya única característica positiva es que sabe de la materia. Deja caer su carpeta en la mesa y nos observa, memorizando donde no sentamos cada uno para ponernos amonestaciones en el futuro si se nos ocurre sentarnos en otro lado. Parece que muchos ya éramos conscientes de su fama y nos colocamos de la mitad para atrás, pero cuando veo a la pobre Irina en primera fila siento verdadera angustia.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora