Z e p h i r | XLVIII

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XLVIII

—Me cago en todo —maldigo entre dientes. El sabor metálico de la sangre estalla en mi boca cuando llevo el dedo herido a mis labios mientras el bote de pintura casi vacío cae a mis pies con un sordo repiqueteo. Genial, soy estúpido.

"Hablamos a la vuelta, durante el castigo".

Joder.

Joder. Joder. Joder. Joder. Joder.

Voy a ver a Dana. Voy a hablar con Dana. Y esta vez es muy importante.

La voy a cagar.

No la voy a cagar.

Sacudo la cabeza y suelto la yema del dedo de entre mis labios, observando el pequeño surco rojizo que ahora recorre de arriba abajo la mitad de mi anular derecho. Por lo menos ya no sangra.

Me agacho y observo el asa del cubo de pintura con atención, dándome cuenta de cómo el pequeño alambre que da forma al agarre se ha salido en un lateral, ahora manchado ligeramente de sangre. Me muerdo el labio con frustración y, con uno de los trapos que hace unos minutos cogí de una de las estanterías del armario dentro del cual aún me encuentro, envuelvo el asa antes de volver a poner mis dedos encima. Mucho mejor.

Me levanto con un pequeño gruñido y vuelvo a guardar mi móvil en el bolsillo. Pero antes miro si hay algún mensaje; Dana debe de estar a punto de llegar. Una corriente recorre mi espina dorsal cuando veo que, efectivamente, me mandó hace once minutos un mensaje conforme había llegado. Dejo que la pantalla se apague y cierro los ojos, cogiendo aire con todos mis pulmones y ayudándome de los cubos que sujeto con ambas manos una vez el móvil descansa en mi bolsillo para hacer equilibrio con todo lo que llevo encima. Una brocha, sujeta en mi cinturón, se cae al suelo; pero no me importa. Ahora mismo tengo una emergencia más urgente: una gran disculpa acompañada por una inmensa explicación. Y la posibilidad de que, quizás, no sirva de nada.

Me permito quedarme unos segundos más respirando, intentando tranquilizarme. Una vez abra la puerta del armario y salga al aula de plástica, la veré; la ventana es lo suficientemente grande como para poder observar desde aquí su figura en el patio, justo detrás del muro que tenemos que repintar para cubrir todas las marcas que el tiempo ha registrado en su piel.

La última conversación que tuvimos se entremezcla con mis pensamientos. ¿Qué pasa si no me perdona? Le mentí, la engañé. Arturo tenía razón: le hice creer que era por ella y por Darío cuando en verdad siempre ha sido por mí. Por mí, estúpido y egoísta. Quizás no merezco que me perdone. Quizás... quizás es una señal de que el plan siempre ha sido una absoluta estupidez: un estúpido juego de niños.

Tal vez solo fue eso: un beso. ¿Y si es todo lo que voy a conseguir? Un beso no implica sentimientos, un beso no tiene por qué implicar nada más que simple contacto. Hasta hace poco, a Dana le gustaba Darío. Ya no me refiero a una semana; si ella dice que desde el verano todo se ha ido enfriando, será verdad. Pero, ¿qué son escasos seis meses? Ella me lleva gustando años. Darío le llevaba gustando años.

Un hondo suspiro abandona mis pulmones. Da igual. O no da igual. El caso es que le debo una explicación; nunca quise jugar con ellos, nunca fue mi intención. Así que, por lo menos, necesito saber que ella lo sabe. Por lo menos. Aunque ya nada funcione.

Odio mi lado pesimista.

Realmente lo odio.

Joder. Joder. Joder.

Con cuidado, suelto el aire, vaciando mi pecho. Abro los ojos, afianzo el agarre sobre los botes de pintura y empujo con el pie la puerta del armario para correr el tope con el que la sujeté nada más entrar. Un suave chirrido inunda el aula de plástica cuando la puerta vuelve a cerrarse a mis espaldas, emitiendo un suave clic que apenas soy capaz de registrar.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora