A r t u r o | XXXIX

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XXXIX

Si alguna vez en mi no demasiado larga vida he odiado a alguien, ha sido a Tyler Quinn. Ya con diez años era un maldito prepotente, alguien demasiado orgulloso y que a ojos de cualquiera, hasta para mi yo de nueve años, resultaba un niño sin ninguna clase de generosidad en el cuerpo. Para la desgracia de mi yo más pequeño, era el mejor amigo de mi hermana antes de que nos mudásemos a Lloivela.

Si te paras a pensarlo, Ginebra tiene un ojo terrible para las personas.

Aún así, y aunque no es la primera vez que me pasa por la cabeza la comparación de Tyler con Nacho, en estos momentos el recuerdo de mi infancia me asalta por un motivo diferente.

Corría pleno mes de febrero y en mi antigua ciudad no paraba de llover. El cielo llevaba encapotado desde el amanecer y ningún rayo de sol conseguía atravesar las gruesas y oscuras nubes que, en su aciaga rabia, descargaban litros y litros de agua sobre el colegio Hijos del futuro donde yo llevaba asistiendo años. Era el penúltimo curso antes de ir al instituto y llevaba una semana horrible entre broncas por la profesora de Educación Plástica por mi poca mano artística y ciertos suspensos en matemáticas. En ese momento, a las dos en punto, lo único que deseaba era llegar a casa. Pero la lluvia había decidido hacerme el camino más difícil al presentarse el único día en que había salido sin paraguas.

Llevaba diez minutos esperando a mi hermana parapetado en la entrada cuando me di cuenta que debía de haberse ido con sus amigas, dejándome solo a merced de la incansable lluvia. La verdad es que no era la primera vez que pasaba. Nuestros padres trabajaban y habían decido que ya éramos lo suficientemente mayores para recorrer solos los quince minutos que nos separaban del colegio al minúsculo piso donde vivíamos apretados contra unas paredes cada vez más sofocantes. La verdad es que no me importaba hacerlo, ya fuera con o sin mi hermana. Pero sí tenía claro que quince minutos a pelo bajo la fría lluvia de febrero compraban todos los boletos para ponerme enfermo.

Los minutos corrían y los únicos que quedábamos en el colegio éramos los rezagados sin paraguas y los castigados que, esporádicamente, salían por las puertas dispuestos a correr a casa antes de que sus padres se enteraran del retraso. Por lo menos ese era el plan de todos aquellos que no se llamaban Tyler Quinn. Él y mi hermana llevaban siendo mejores amigos mucho tiempo, y yo llevaba lo suficiente viéndolos juntos como para saber que el coche de cristales tintados aparcado en la esquina pertenecía a la madre de Tyler.

Fue por esa razón, y creyéndome en el derecho tras haberlo aguantado durante años, que cuando vi a Tyler salir por las puertas del colegio en las que yo llevaba esperando veinte minutos a que la lluvia arreciara con un paraguas en las manos fui a pedirle que me lo prestara. Él volvería a casa en coche, seco, y yo se lo daría al día siguiente.

Sin duda, el plan perfecto. Pero él no parecía pensar lo mismo.

Me miró sobre el hombro, sin responderme, y con el paraguas abrazado contra su pecho corrió los escasos metros que lo separaban de la puerta abierta del coche de su madre hasta desaparecer calle abajo en su cálido interior.

Una nimiedad, soy consciente. Pero en aquel momento no me pareció ninguna nimiedad los cinco días que estuve en cama con fiebre, ni me pareció una nimiedad la bronca que me cayó en casa por llegar infinitamente tarde por haber esperado a que la lluvia arreciase y, en su lugar, comenzase a llover más.

Obviamente no odiaba a Tyler por aquel incidente, aunque sí que con cada pequeño acto el resentimiento iba creciendo hasta que, si era posible, evitaba cruzármelo. No me apetecía soportar empujones ni zancadillas en el pasillo de mi propia casa.

En este momento su perfil aniñado pasa por mi mente y, mientras la puerta del portal de Héctor se cierra a mis espaldas, recibiendo el fiero mordisco del frío en mis mejillas, no puedo evitar pensar que, quizás, Ginebra no es la única en arrimarse al peor árbol que pudo encontrar en el bosque. Además, parece que tenemos cierta predilección por vegetales de nombre inglés.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora