Z e p h i r | XL

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XL

—Por ahora lleva castigado una semana. Solo le queda el resto de su vida —resume Victoria, caminando a mi lado en el pasillo. Rebeca asiente con la cabeza, comprensiva, mientras que Dana niega ligeramente.

—Aún no entiendo de dónde sacaron tal idea —dice, agarrando mejor los libros contra su pecho—. Conozco a Eneas desde hace un tiempo y, aunque nunca me haya caído especialmente bien, no pensaba que pudiera llegar a todo esto.

—Ni yo —murmura Victoria—. Y la verdad no eligieron el mejor momento. Por lo menos, Unai. Si esto hubiera sucedido antes del accidente, a lo mejor sería más fácil de sobrellevar.

—¿Qué tal está tu padre? —le pregunto, torciendo en el pasillo.

Una pequeña avalancha de alumnos nos disgrega. Cuando volvemos a situarnos uno al lado del otro, Victoria habla:

—Pues casi se ha cumplido un mes y… bueno. Creo que lo más difícil sigue siendo que casi todo esté en el piso de arriba. Mi madre lleva ya unos días hablando de reformar la disposición de la casa, pero cada vez que lo oye mi padre todo acaba en una pelea tonta. Y yo entiendo que no quiera reconocer todo esto, que es muy duro para él, y que cambiar la casa haga la situación permanente. Pero los médicos… por ahora la silla es indefinida.

Los sonidos del pasillo entre clases nos ahondan los oídos mientras un corto silencio nos sume a los cuatros. Es tan difícil imaginarse al alegre y energético Íñigo sentado en una silla de ruedas para toda la vida… Pero supongo que hay ciertas cosas que no te puedes imaginar hasta que pasan.

—Tu familia es muy fuerte, Vicky. Vosotros podéis contra todo —anima Rebeca, pasando un brazo por los hombros de Victoria. Esta asiente, no del todo convencida, mientras deja que Beca la guíe a la siguiente clase. Unos segundos después, ambas se han alejado de nosotros hasta perderse entre las masa de alumnos.

Trago saliva con fuerza, advirtiendo lo cerca que el brazo de Dana está del mío. Durante unos minutos, ninguno de nosotros dice nada. Varias veces abro la boca, pero basta con que una palabra pase por mi mente para sellar mis labios de nuevo. Beso. Beso. Beso.

Ha pasado casi un mes desde aquel día en la azotea. Veinticuatro días, concretamente. Y desde la mañana siguiente, cuando fui al ático a hablar con ella, el tema no ha vuelto a surgir entre nosotros. Y yo… no tengo ni idea de como sacarlo en una conversación. “Oye, mira. ¿Qué tal si hablamos del beso? Ya sabes, cuando tus labios y los míos se juntaron y todo eso”.

Un gruñido frustrado recorre mi pecho. Una vez más, miro de soslayo a Dana que, pensativa, avanza por el pasillo ajena a todo el alboroto que está sucediendo en mi interior.

Debería aprovechar esta oportunidad de hablar, soy consciente. Sé que el escenario no sería el idóneo (el instituto raramente lo es para algo), pero es que tras veinticuatro días sin quedarnos a solas más de unos minutos, cualquier pequeño instante podría ser demasiado valioso. ¿Y si se arrepiente? ¿Y si piensa que me arrepiento? Las cosas están demasiado normales como para poder discernir cualquier pensamiento de su parte. Y eso, maldita sea, me consume más que cualquier cosa.

Exámenes y más exámenes han mantenido nuestras tardes ocupadas y, cuando no era así, situaciones tirantes en mi casa me han permitido evadirme de la realidad cada vez más aplastante: cuando Dana, la persona más directa que conozco, no ha hablado de un tema, significa que, o bien no le importa, o bien quiere olvidarlo. No sé qué alternativa me asusta más.

Tengo que esforzarme enormemente por no saltar cuando su voz se hace hueco en mis oídos.

—No quiero resultar asquerosamente cotilla, pero ¿sabes algo de Irina y ese… Marío? Me preocupa que apenas hable de él, aún siendo ella tan reservada con todo. Es… como demasiado.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora