LII
Algo en la mirada de mi madre me rompe el corazón. Algo en cómo sus ojos se abren desorbitados, enormes y apelados consigue llegar hasta el centro de mi pecho y partirlo.
Y lo parte una vez. Otra vez. Y otra...
Siento la necesidad de decir algo y parar las palabras que temo salgan de sus labios. Pero ya es tarde y, la respuesta, muy necesaria. Necesito oírla, aunque me rompa; aunque nos rompa.
—Cielo. —La voz de mi madre se desgarra, tirando al mismo tiempo de mis entrañas. Traga saliva y carraspea un poco antes de continuar, pero sin poder evitar que su voz suene rota. Rota, como no puedo evitar verla ahora—. ¿Por qué dices eso? ¿Ha... ha ocurrido algo?
Un jadeo atraviesa mis labios mientras mi pecho burbujea. Niego con la cabeza y agarro una de las sillas de la mesa de la cocina, separándola para sentarme enfrente de mi madre, dejando las muletas apoyadas en el suelo. Todo el cansancio que sus gestos denotaban ha salido a flote en el último minuto, rompiendo aún más mi interior. ¿Cómo no vi antes esto? ¿Por qué creí a mi padre la última vez que dijo que mi madre exageraba, que solo estaba cansada por el trabajo? ¿Por qué he sido tan mal hijo?
—No, mamá. No ha pasado nada nuevo —musito—. Pero es hora de hablar de lo que ya ha pasado. Y de lo que está pasando.
—No entiendo qué quieres decir —responde, con apenas un hilo de voz.
Se levanta de golpe, con una mueca cansada en su rostro, y se da la vuelta hacia la encimera, donde la cafetera espera. Saca un vaso y se sirve algo de café.
—Mamá, por favor. —Pestañeo y lucho contra las ganas de llorar, cerrando los ojos un momento—. Habla conmigo. Lo que ibas a decirnos el otro día... —Una risa amarga atraviesa mis labios, clavándome aún más dentro la culpa al darme cuenta que ese otro día fue hace casi ya un mes—. Puedes decírmelo ahora.
—Ginebra es muy débil para eso, Arturo. No es el momento.
—Ginebra está en casa de una amiga. Ahora, aquí, estoy yo. —Cojo aire y repito—: Habla conmigo.
—Tienes dieciséis años. Eres muy joven como para tener que lidiar con esto...
—Para —jadeo—. Para. Mamá —la llamo, sintiendo que un segundo más dándome la espalda me acabará matando. Ella se da la vuelta poco a poco, apoyando su baja espalda en la encimera con cuidado. Y da igual que esté mirando el vaso de café entre sus manos, porque las lágrimas no derramadas son muy visibles en sus pupilas, haciendo brillar sus ojos miel, tan parecidos a los míos. Tan tristes—. Mamá, puede que sea joven. Puede que no tenga ni idea de nada de la vida. Pero lo que sí sé es que no puedo seguir viviendo viendo como dejas caer todo el peso sobre tus hombros. Y viendo como eso te destroza.
Un suspiro atraviesa mis labios cuando mi madre no dice nada. Abro los labios, dispuesto a seguir insistiendo, cuando ella comienza a hablar.
—Yo le pedí que se quedara —murmura, cerrando los ojos cuando una lágrima atraviesa sus pestañas para caer sobre su mejilla. Mis propios ojos pican mientras veo como estoy haciendo que mi madre se rompa aún más. Quiero gritar que se detenga, retirar mis palabras, y al mismo tiempo no puedo hacerlo. No puedo, o todo será peor—. Lo hice hace unos años, para que Ginebra no se derrumbara. Tú siempre has sido más fuerte, pero tu hermana... No creí que soportara un divorcio —confiesa, volviendo a abrir sus ojos, ya enrojecidos, para clavarlos en mí llenos de tristeza—. Aunque al final, la que no podía soportarlo era yo misma. Yo lo amaba, aunque tu padre no me correspondiese. Y lo sigo amando. —Su voz se rompe. Hago el amago de levantarme, pero ella me frena con un gesto. Deja el café y busca un pañuelo en uno de los cajones—. Así que tomé la decisión más egoísta posible, pidiéndole que siguiera atado a mí.
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Sentimientos sempiternos
Teen FictionZephir es un chico al que le encantan las novelas románticas juveniles. Pero eso no significa que, en la vida real, esté dispuesto a formar parte de un triángulo amoroso donde: 1. No lleva las de ser la esquina beneficiada. 2. La c...