Z e p h i r | VIII

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VIII

Me despierto bastante temprano la mañana del miércoles, de forma que aún oigo los tenues pasos de mi madre por la casa. Bostezo y, sabiéndome incapaz de volver a dormir, me incorporo lo suficiente para llegar al interruptor de la lámpara de noche. Dejándola encendida, miro las paredes blancas de la habitación para hacer tiempo a que las estrellas carguen.

Estoy nervioso. Muy nervioso, porque si tras hacer las últimas comprobaciones confirmo lo que pienso, significa que de una vez voy a intentar que Dana se fije en mí más que como un amigo. De una forma un tanto complicada, pero los nervios me oprimirían la garganta si no supiera que, si todo sale mal, nadie más que Héctor sabrá que me gusta Dana.

Además, siento alivio al saber que Arturo estará dentro del plan. Meterlo en el tercio significa que la atención no recaerá toda en mí y en mis sentimientos. Pero, por mucho que me repita eso, la punzada de culpa vuelve a mi corazón cada vez que pienso en ello.

Suspirando, me rasco distraídamente el hombro desnudo, mirando la tenue penumbra que crea la lámpara. Observo mi alfombra de círculos, las paredes blancas, las sábanas oscuras y la gran estantería que cubre una de las cuatro paredes, llena de los libros que he ido acumulando a lo largo de los años. Apagando la lámpara, me vuelvo a tumbar en la cama en medio de la oscuridad para observar el techo, la única pared de un tono diferente. Allí, en el fondo azul marino, las pequeñas pegatinas de estrellas brillan como respuesta a la luz de la lámpara que brillaba segundos antes. Es muy tenue, pero lo suficiente brillante para que mirarlas me distraiga.

Según Jessica, las estrellas pegadas en el techo de mi cuarto son muy infantiles. La verdad es que tienen sus años, pero ni sus palabras ni tal hecho hace que me arrepienta de tenerlas ahí. Mi padre me las regaló a los siete años, poco antes de que se marchara. Fue de lo poco que traje de decoración de Reino Unido a España, pero recuerdo perfectamente que fue lo primero que coloqué aquella mañana, justo antes de tumbarme en el nuevo colchón a observarlas durante todo el día, buscando abstraerme de todo lo nuevo que comenzaba en mi vida.

Las observo durante un rato más, hasta que la luminiscencia comienza a desaparecer. En ese momento, me estiro y cojo el móvil de la mesilla. Espero a que encienda y después entro en Instagram. Mi objetivo: encontrar las cuentas de Darío y la otra chica que había con él en la foto que observaba ayer Dana.

Tras un buen rato de búsqueda, los acabo encontrando a través del perfil de mi amiga. Tras mirar varias fotos de ellos juntos, mi sentido de romántico se activa. Si entre ellos no ha pasado nada aún, no tardará mucho. Ante ese pensamiento hago una mueca. A Dana le gusta este chico, y yo no hago otra cosa que esperar que no le corresponda. Las dudas atacan mi cabeza. ¿Y si me estoy equivocando al hacer esto?

Pero despejo los interrogantes de mi mente cuando pienso en Dana, en su sonrisa y en su persona en general. Tengo que seguir adelante con esto. Por mí. Y quizás por un nosotros.

Horas después, en el descanso del instituto, recorro los pasillos en busca de Irina. No estoy muy seguro de que voy a decirle exactamente, pero lo que sí tengo claro es que toda esta historia del novio tiene algo raro.

Su manera de actuar (y ella, en general) no corresponde con toda la historia esa del tal Mario. Además, no es algo nuevo que Irina tienda a decir cosas que se malinterpretan sin querer (causándole vergüenza en más de una ocasión) y que Victoria suele interpretar mal. Así que… espero no equivocarme.

Finalmente, la encuentro en la biblioteca, con la nariz enterrada en un gran libro. Una vez estoy detrás de ella y lo bastante cerca, atino a leer que se trata de un ensayo de un pintor de abstracto. El nombre de Mario Gennaro se lee en el comienzo de la página. Así que Mario... vaya coincidencia.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora