A r t u r o | XXXIII

284 37 4
                                    

XXXIII

No te das cuenta de lo bonito que puede llegar a ser un baño hasta que se convierte en el escondite perfecto. Sí, porque el frío de las baldosas donde te sientas y los azulejos donde te apoyas se olvida rápidamente cuando recuerdas que, por lo menos, has conseguido escapar de la conversación que NO QUIERES TENER. Y es que yo, por nada del mundo, deseo volver a encontrarme con Héctor, lo cual resulta irónico, dado que me encuentro sentado sobre el suelo de uno de los espaciosos baños del amplio apartamento donde ÉL vive.

Pero, al menos, estoy solo en la única y silenciosa compañía de los imperturbables muebles y la bañera llena de regalos que Zephir aún no ha abierto y, a juzgar por la cara que mi amigo tenía cuando lo vi salir del apartamento treinta minutos antes, justo antes de encontrar este lugar para esconderme, no diría que los vaya a abrir dentro de poco. Seriamente me estoy cuestionando si despojarlos de su envoltorio hasta encontrar una manta o alguna prenda de abrigo sobre la que sentarme o, en última instancia, una pelotita de esas antiestrés.

La última opción no parece nada probable porque Zephir no tiene la necesidad de descargar la rápida frecuencia cardiaca que amenaza con romper su pecho. Soy yo el que la necesita, a juzgar por los golpes rítmicos que mi rodilla da contra el suelo, incapaz de deshacerme de la incómoda emoción que revuelve mis entrañas, aposentada en mi interior desde que recibí el mensaje de mi hermana.

Ginebra está en una cita con Nacho.

Nacho, el que vi salir de la mano con un chico de la fiesta.

Nacho, al que en mi persecución pude observar como besaba al adolescente en la última esquina en que los vi antes de perderlos de vista.

Un chico diferente a la chica del bus y, por supuesto, diferente a mi hermana.

Mi mirada vuelve a caer en los regalos al mismo tiempo que mis oídos se agudizan repentinamente ante el estruendo que se oye al otro lado de la puerta. Luego, risas.

—¡Serás estúpido! —se carcajea una voz que no reconozco, arrastrada por el alcohol, al mismo tiempo que oigo cómo se cierra una de las habitaciones con un portazo—. ¡Sí, escóndete, inútil! ¡Ya verás que gracia le hace a Héctor que te hayas cargado el espejo, pedazo de idiota!

Luego los pasos se alejan y las risas se difuminan entre la música, permitiéndome dejar salir la tensión de mis hombros.

De esta forma dejo caer la cabeza contra la pared y suspiro, observando la lámpara de araña que decora el techo del baño, alumbrando los azulejos en cálidos reflejos ambarinos. A este paso, no entiendo como nadie se ha presentado aquí para retirar los regalos y guardarlos en otro sitio. A juzgar por la situación, no sería de extrañar que a alguien en este fiesta le sentara mal el alcohol que la amiga de Zephir ha introducido en el apartamento y necesitara vaciarse. Aunque, estando yo aquí dentro, no hay peligro. Aún así, me estoy hartando de huir. Estoy realmente cansado, de todo y de todos.

Un suave y gutural gruñido sale de entre mis labios al mismo tiempo que llevo las manos hasta mi rostro y me lo froto, tratando de sacudir cualquier rastro de preocupación, de miedo… Y es que cada vez me doy cuenta que la mayor parte de mi día lo paso asustado, y no tanto de mí como de los demás. Pero es inevitable. ¿Cómo puedo evitar pensar en el bienestar de mi hermana? ¿Cómo puedo ser capaz de no sentirme culpable por encontrarme aquí, escondido, en vez de en la fiesta de cumpleaños de uno de mis mejores amigos?

No puedo, al igual que no puedo levantarme de las frías baldosas, salir de este lugar y enfrentarme a Héctor. No, porque yo no tengo la fortaleza de Dana, ni la personalidad de Zephir y Rebeca, ni la seriedad de Irina, la naturalidad de Victoria y Raúl ni la falta de preocupación de Andrés. No, porque yo soy así y me es imposible plantarme ante el mejor amigo del cumpleañero y afrontar, sin venirme abajo, la cara de pena y desesperación con la que Héctor ha tratado de hablar conmigo desde mi trato con Blas y desde que deshice por teléfono el acuerdo de las citas.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora