A r t u r o | XXXV

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XXXV

Héctor tarda escasos segundos en alcanzarme y, por primera vez desde que se ofreció a acompañarme (o, mejor dicho, desde que se autoinvitó), se gira hacia mí y pregunta:

—¿Estás bien? —Un pequeño déjà vu me recorre la espalda. Ya me preguntó eso mismo en el coche. ¿Acaso no sabe decir otra cosa?

—No es mi padre el que está en el hospital, así que supongo que sí —murmuro, apartando mi mirada de la suya para clavarla en la puerta de metal llena de remaches que indica nuestro camino a seguir. Al cabo de un rato suelto un suspiro y lo observo de reojo. Continúa mirándome. Sigue teniendo sus ojos muy abiertos, como si el culpable de todo fuera yo, como si me quisiera echar la culpa de algo de lo que no soy consciente—. En serio, estoy bien. Preocupado por Vicky y por Dana y Zephir, pero ya. No hay nada nuevo aparte de eso a lo que no me tenga que enfrentar todos los días —le digo, sin llegar a mirarlo del todo, sonando mi voz a mis oídos más borde de lo que pretendía. Pero soy incapaz de que mi voz se module hasta ser más agradable, por lo que no lo intento. Estoy cansado, muy cansado.

—De acuerdo. —Hace una pausa, en la que se queda observando mi perfil durante unos segundos antes de apartar la mirada. Da un paso hacia la puerta, asiendo la barra roja entre sus dedos—. ¿Vamos?

Ninguno de los dos dice nada más mientras abre la puerta y la dejamos enganchada con un pequeño tope que Héctor sacó de su apartamento, que sigue tan sucio como lo dejamos hace ya lo que parecen horas antes de correr al hospital. No le pregunté para qué era, pero parece obvio que debe ser algo que tienen los residentes para ir a la azotea, porque encaja a la perfección con la marca oscura y cóncava hecha por el uso que tiene el lateral izquierdo del bajo de la puerta.

Una vez queda sujeta subimos el escalón que nos separa del exterior, sintiendo una ráfaga de aire frío impactar contra nuestra cara, arremolinando nuestro pelo. Incómodo, agarro una goma de mi bolsillo y me recojo los mechones en la pequeña coleta que permite el largo de mi cabello. Mientras, Héctor saca del bolsillo trasero de sus pantalones lo otro que cogió de su casa: una linterna que, de lejos, tiene más potencia que la que tiene mi móvil. Con un movimiento lateral de su brazo alumbra toda la superficie a nuestro alrededor, en un radio de dos metros y medio, llena de cables y antenas por doquier. Pero ni rastro de nuestros amigos.

—¿Zephir? ¿Dana? —grita, recibiendo la única respuesta del replicar del viento contra el hormigón. Un escalofrío recorre mi espalda. ¿Y si hemos llegado muy tarde y… ?

Héctor comienza a caminar, moviendo la linterna hacia todas las esquinas buscando a nuestros amigos. Pero no es hasta que rodeamos la estructura de la entrada hasta la parte más recogida del viento que vemos la silueta de dos cuerpos apiñados contra la pared.

—Que monos —murmura Héctor, caminando hacia las figuras, alumbrando con la linterna la manera en que los brazos y las piernas de nuestros amigos se funden hasta formar la silueta de un solo ser. Por un momento temo que estén inconscientes, pero a medida que nos acercamos me doy cuenta del movimiento de sus pechos. Una sonrisa aliviada se instala en mis labios.

Ambos están sentados en el frío suelo, tan pegados entre sí que parece imposible decir con exactitud dónde acaba uno y empieza otro, confundidos entre las sombras que causa la bombilla sobre ellos. Zephir está sentado contra la pared, con toda la espalda pegada al hormigón y los brazos envueltos alrededor de la figura de Dana que, también dormida, abraza a Zephir por la cintura, con la cabeza apoyada en su pecho. La preocupación aguijonea mi pecho al darme cuenta de que ambos tiemblan ligeramente.

De repente un flash sacude la imagen ante mis ojos. Mi cabeza se gira hasta dar con Héctor, que sostiene la linterna entre sus dientes, dejando sus manos libres para sostener el móvil. El chasquido de la cámara rebota contra el cemento mientras saca varias fotos más a la pareja.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora