A r t u r o | XXVII

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XXVII

La sonrisa de Blas me devuelve la mirada desde la pantalla del móvil cuando por fin me decido a subir a Instagram la foto que nos hicimos el lunes en el refugio, donde ambos posamos ante Mónica luciendo la camiseta verde de los voluntarios jóvenes y portando una enorme caja de madera entre nuestros brazos.

He tardado bastante en subirla. Soy consciente. Pero al mismo tiempo también tengo muy claro que haberlo hecho implica hablar con Héctor y rechazar su ayuda, porque desde un principio el plan era claro: una foto por chico. Y bueno, resulta bastante obvio que, como vea esta foto, se dará cuenta que me he saltado eso a la torera, porque si el sistema de sumas no ha cambiado, esta hace un total de dos fotografías con la misma persona. Sí, una más de lo acordado que, si seguimos nuestro acuerdo, se convertirán en varias.

En eso me encuentro pensando cuando, situado en un banco de un parque cercano a la biblioteca, observo la pantalla negra de mi móvil esperando que se ilumine con una llamada entrante. Mi última esperanza es que Héctor, al ver la foto, no piense que se trate de una cita (hecho que no dista de la realidad) sino de que se trata de una foto tomada en un momento de coincidencia entre ambos en uno de los refugios de animales de la ciudad. El único problema es que, aunque en un principio el hecho no fuera planeado, las circunstancias en las que se hizo la foto fueron de todo menos una coincidencia. De hecho, no lo es desde que me lo contó cuando nos conocimos.

Por eso, por mi gran capacidad de cargo de conciencia hacia cosas que en el fondo son estupideces, o quizás porque un arranque de valentía ha decidido poseer mis pulgares, acabo pulsando el contacto del mejor amigo de Zeph y dando al botón verde de la llamada.

Coloco el teléfono en mi oreja e intento no ponerme nervioso mientras los pitidos de la línea acompasan los latidos de mi corazón. Aún pese a mis intentos, este igualmente se me sube hasta la garganta cuando su voz responde al otro lado, impregnado en un tono de frívola duda.

—¿Arti?

—Hola, Héctor —saludo, sintiendo la lengua algo pastosa al pronunciar su nombre. Me obligo a tragar saliva antes de continuar—. Quería decirte una cosa.

—Claro, dime. —Su tono de voz, ahora animado y alegre, hace que me cueste vocalizar lo siguiente que debo decirle.

—Yo… Es sobre las citas —murmuro, mirando a lo lejos en el parque la carrera de dos niñas que se tiran hojas otoñales una a la otra, riéndose a carcajadas en su inocencia infantil. El movimiento de la hojas al caer, demasiado hipnótico, hace que Héctor tenga que repetir de nuevo la pregunta.

—¿Arti? ¿Qué ha pasado? ¿Solberg te ha hecho algo?

—¿Qué? ¡No! —exclamo, apresurado, temeroso de meter a Blas en algún lío por un simple malentendido—. Yo… Solo quería decirte que ya no hace falta seguir el plan. Es decir, estoy muy agradecido por tu ayuda, pero Blas va a sacarse una foto conmigo para fingir cada cierto tiempo, y así nos ahorramos lo de las citas. Ya sabes, como no me gustan… Pues mejor, ¿verdad? —Suelto una breve risa nerviosa, procurando aliviar el ambiente tenso y silencioso en el que se ha quedado su lado de la línea—. Y no tendrás que planificarlas. Que supongo que será genial, porque segundo de Bachillerato no es nada fácil y hay que centrarse para sacar buenas notas y así el año que viene entrar en la Universidad que tú quieras. Eso si es que quieres estudiar una carrera, claro. Hay otras opciones, como FP, también geniales y… En fin. —Hago una pausa, sintiéndome patético. El silencio se extiende, pero sigue sin haber respuesta. Mis siguientes palabras son casi un murmullo silencioso—. Así que este cambio de planes es bueno al final, ¿a qué sí?

—Claro, genial —responde Héctor, con la voz muy baja. No soy capaz de discernir ninguna emoción, mas su tono de voz evidencia que no debe de encontrarse en un estado muy acorde con sus palabras.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora