A r t u r o | XLVI

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XLVI

El timbre suena y las gafas se me caen al suelo con estrépito cuando corro a colocármelas sobre el puente de la nariz. Intento agarrar la ropa antes de que se resbale de mis manos también pero, al final, todo acaba formando un mosaico borroso en el suelo. Suspiro y me paso una mano por el pelo, haciéndome una pequeña coleta llevando al traste los minutos de peine para agacharme y tantear el suelo en busca de las gafas.

Vamos, Arturo, no es un baño tan grande.

Mi corazón comienza a bombear fuerte contra mi pecho a medida que, baldosa a baldosa, voy descartando la localización de las gafas. ¿Dónde NARICES se han metido? ¿Acaso la gravedad actúa en horizontal y no me había dado cuenta?

Aparto la camiseta que supongo es de gimnasia y la subo sobre la tapa del retrete, rezando por no haber aplastado las gafas sin darme cuenta.

Bufo y bufo, palpando borrones, sintiendo como se me sube el corazón a la garganta. Dios, el timbre no ha vuelto a sonar, y eso significa que o bien se ha marchado o bien mi madre le ha abierto.

No sé qué prefiero en este momento, la verdad.

Siento el reloj pasar en mi pecho con cada latido, tronando en mis oídos. Con las rodillas sobre lo que debe de ser ropa blanda y las manos rastreando cada recoveco cercano al lavabo me siento inútil.

¿En serio pretendo ir a un concierto con Odiseo si soy incapaz de encontrar unas gafas en qué, dos metros cuadrados?

Un hondo suspiro se cuela entre mis labios entreabiertos cuando unos nudillos resuenan contra la puerta.

—¿Arti? ¿Estás ahí, cielo? —La voz de mi madre llega a mis oídos, preocupada—. ¿Te ha pasado algo?

—Estoy bien, mamá. Solo se me han caído las gafas y no las encuentro —respondo, apartando los pantalones de mi camino.

—Si abres puedo ayudarte a buscarlas —se ofrece una segunda voz, una mucho más grave que la de mi madre. Mi espalda se congela.

—Creo que si me levanto para abrir la puerta me las puedo cargar pisándolas o algo así —explico, sintiendo mi cara arder al imaginar a Odiseo parado ahí fuera al lado de mi madre. Dios, que inútil soy.

—Verdad, no había pensado eso —Oigo un silencio y, a continuación, un ronco carraspeo—. Y si... ¿Y si miro por el hueco entra la puerta y el suelo? Quizás puedo decirte en qué zona están.

Trago saliva.

—De... de acuerdo —digo, lo suficientemente alto para que se oiga y se amplifique en el ligero eco del baño.

Segundos después oigo el sonido de una cremallera y, antes de que me dé cuenta, la voz de Odiseo llega más clara a mis oídos.

—Bien, te veo. Y las veo, más o menos. ¿Ves tu mano derecha? ¿Distingues los bordes de las baldosas?

—Sí —musito, avergonzado. Esto es patético. ¿Quedamos para ir a un concierto y me pasa esto? ¿Cómo puede ser que el karma me odie más que a Nacho?

—Vale, pues mueve tu mano izquierda dos baldosas a la derecha y una para adelante.

Hago lo que me pide con cuidado, para no cagarla más, y tanteo con los dedos sobre el frío suelo hasta encontrar la patilla metálica. Un suspiro aliviado recorre mi pecho mientras, sobre mis rodillas, me pongo las gafas.

Cuando ya puedo enfocar todo a mi alrededor recojo la ropa que faltaba y me levanto, deshaciéndome la coleta y recolocándome el pelo con los dedos tras las orejas.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora