A r t u r o | VI

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VI

Me levanto con el olor a quemado colándose en mis fosas nasales. El picor me provoca un estornudo, que acaba por hacer que me despierte del todo y que me incorpore en la cama.

La alerta tarda poco en crearse en mi cabeza. ¿Quemado? ¿HUELE A QUEMADO?

Salgo corriendo de la cama, enredándome con las sábanas y tanteando por las gafas en la mesilla. En la escaramuza me golpeo la cabeza con la parte baja de la cama de mi hermana y, gruñendo, me froto la zona dolorida mientras compruebo si Ginebra está bien.

Cuando tanteo la cama en la oscuridad, descubro que su cuerpo no se encuentra en el colchón. Mejor aún, noto sus queridos peluches colocados de la manera estratégica que lleva años perfeccionando en la almohada, lo que significa no solo que la cama no está ocupada, sino que está hecha y ordenada.

Si la alarma hasta entonces era baja, ahora late con insistencia creando lucecitas de colores ante mis ojos. Solo hay dos motivos para que mi hermana se levante antes de que suene el despertador: uno, hay rebajas en su tienda favorita; dos, el mundo se está acabando y nadie me ha avisado. Y que yo sepa no hay rebajas un miércoles de septiembre a las siete de la mañana, así que me temo lo peor.

Una vez en el pasillo, me dejo guiar por el olor a quemado hasta llegar a la cocina, donde veo a mi hermana de espaldas, con el pijama puesto y cocinando. COCINANDO. EN PIJAMA.

Me acerco con la boca abierta y las gafas torcidas porque, que alguien me despierte, esto debe de ser un maldito sueño.  

O pesadilla, al juzgar por el montón de pan quemado que descansa al lado del brazo de mi hermana.

—Papá llamó. Se quedó a dormir en casa del abuelo —dice mi hermana cuando nota mi presencia. Se aparta el pelo largo de la cara y sigue concentrada intentando echar mantequilla al intento de tostadas.

Asiento sin hacer más preguntas, creando un cómodo silencio solo cortado por el sonido del cuchillo de untar sobre el pan, antes de que el día de ayer vuelva a mi mente adormilada y mi cuerpo se vuelva a tensar.

—Por cierto, Ginebra Castillo Fuentes. ¡¿Qué narices es esto de irse con Nacho así, por las buenas y sin permiso?! —exclamo gesticulando con los brazos en su dirección, intentando bajar la voz cuando caigo en la cuenta de que mi madre debe de estar durmiendo.

Ella pone morritos. MORRITOS.

Por lo menos, es algo de normalidad en el día de locos que acaba de empezar hace cinco minutos.

—¿Dónde estuviste ayer? ¿Qué hiciste? ¿Por qué no estabas en casa? —inquiero de manera impaciente. Ella se cruza de brazos y acentúa el mohín.

—Jo, Arti. Solo preguntas eso porque soy mujer. Así solo coartas mi libertad. Soy tan válida e independiente como tú —responde con voz dulce. Yo me quedo quieto y abro la boca. ¿Qué...?

—¡Ginebra! —digo incrédulo—. Sabes de sobra que no es por eso. No te haría tantas preguntas si tuvieras otro novio y no al idiota redomado de Nacho.

—Vaya, vaya... Idiota redomado. Cada vez tus insultos son más ingeniosos, rubito —dice una voz que solo puede ser calificada como sensual a mis espaldas. Mis hombros se tensan y mis puños se cierran con indignación cuando los ojos verdes de mi hermana se iluminan.

—¿Qué hace aquí Nacho, Gin? —pregunto entre dientes sin girarme.

—Oh, no te preocupes, rubito. Nada indecente —interviene de nuevo Nacho con satisfacción colándose entre sus palabras.

Me doy la vuelta y mi boca se abre cuando observo que va en pijama, tiene el pelo oscuro y despeinado y lleva mal abotonados los botones de la camisa. Entonces comprendo por qué la cama de mi hermana estaba hecha tan temprano. No durmió allí.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora