Z e p h i r | XLIV

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XLIV

Dana lleva un tiempo sorprendentemente largo en la ducha. Si no fuera porque me parece poco propio de ella, diría que está evitando tener que estar en el mismo cuarto que yo y Darío. Si fuera así, no la culparía; a fin de cuentas, yo también lo estoy haciendo.

Al quinto tono Isaac responde al teléfono mientras yo camino una y otra vez por el pasillo del piso superior del ático de Dana, observando sobre la barandilla la figura de Darío tumbada en el sofá con el móvil entre sus manos.

Hello?

—Isaac —respondo, comenzando a hablar también en inglés. Las palabras se cortan unas a otras entre mis labios—. Tengo un pequeño problema.

Últimamente esto se está haciendo una costumbre —responde, hablando alto sobre los furiosos ruidos de fondo. Oigo a Jess reclamando el ketchup y a Isaac pidiéndole que espere, tapando con lo que debe de ser una mano el micrófono, a juzgar por lo lejano que suena. Su voz vuelve a oírse de nuevo al volumen normal cuando se dirige a mí—. Dime, ¿qué pasó esta vez para que requieras la ayuda del mejor tío de universo?

—Darío, el mejor amigo de Dana —aclaro, sin conseguir articular dos palabras lo suficientemente vocalizadas—, vino a comer y la invitó a una especie de fiesta a las afueras esta noche. Y ella invitó a Sandra, su otra amiga, y a mí.

Y yo supongo que dijiste que sí —acaba él por decir, completando las palabras que aún no me he atrevido a pronunciar.

Suspiro y me froto la cara con una mano, cerrando momentáneamente los ojos.

—Sí. Lo siento. Yo... En fin. No sé qué hacer. ¿Habría posibilidades de que se queden a dormir en tu casa esta noche? Y si llama mamá, ¿podrías decirle que yo también estoy contigo? Yo iría directamente a tu casa una vez acabe.

Acabe, ¿eh? —dice Isaac, sin perder su tono distendido. No respondo y él suspira con fuerza—. Por mí no hay problema, Zeph. Pero un día tu madre se va a enterar de todo y no voy a estar yo para salvarte el culo.

—Lo sé, lo sé. Pero si se lo cuento a mamá... —Miro sobre mi hombro antes de continuar hablando, cercionándome de que la puerta del baño sigue cerrada y el sonido de la ducha continúa a oírse de fondo—. Si le cuento a mamá no me va a dejar ni muerta. Y ahora... Isaac, de verdad, creo que algo está cambiando. Y para bien, muy bien.

Me alegro, sobrinito, de verdad. Pero un día tienes que hablar con tu madre. Rose es estricta, pero os quiere muchísimo.

—Lo sé —repito, mirando de nuevo sobre mi hombro. La ducha se ha cortado—. Pero hoy no. Por favor —imploro, comenzando a bajar las escaleras.

De acuerdo —suspira—. Ya puedes ir pensando en cómo hacer callar a tus hermanos.

Me despido y cuelgo, acercándome hasta donde está Darío mientras bloqueo la pantalla del teléfono móvil. El chico alza la vista y me observa mientras me siento en el sillón de enfrente.

—Dana me dijo que la estás ayudando con matemáticas —comenta instantes después, bajando de nuevo la vista hacia la pantalla de su móvil. Yo lo observo durante unos segundos, intentando descifrar si pretende algo o es simplemente un comentario inocente.

—Así es —respondo, jugando con la funda del móvil entre mis dedos, decidiendo que lo único que pretende es sacar tema de conversación. Aún así, soy incapaz de decir algo más; un enorme pantano en blanco se ha asentado en mi cabeza.

—Ajá —murmura. No pasa ni un minuto hasta que se incorpora en el sofá para sentarse derecho. Deja el aparato a un lado y alza la vista. Se echa más hacia adelante si es posible y apoya sus codos en las piernas, dejando reposar su barbilla sobre sus manos unidas. Su rostro, con normalidad inexpresivo, se encuentra especialmente anodino. Me revuelvo en el asiento, incómodo, mientras él vuelve a hablar—. ¿Y pretendes enseñarle mates rodando por su cama?

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora