Z e p h i r | XLII

243 35 16
                                    

XLII

El sonido impaciente de mi pie repiqueteando contra el suelo del descansillo resuena como tambores de tormenta en mis oídos. Cuando siento otros pasos lejanos en las escaleras paro, consciente de quién es la persona que está subiendo hasta aquí: Dana.

Me paso los dedos entre el pelo, a punto de colapsar por los nervios, e intento discernir qué palabras decir y qué palabras no decir. Han pasado cinco días desde que nos impusieron el castigo y, como ya no es novedad desde hace casi un mes, no hemos tenido ni un momento a solas en el que hablar. Y soy perfectamente consciente de las mil preguntas que se amontonan en los ojos de Dana cada vez que nuestras miradas se encuentran en las clases o en la hora del descanso.

Mi turbación aumenta a medida que los pasos se hacen más audibles y, sin aguantarlo más, comienzo a bajar escalones hasta que la mirada sorprendida de Dana me deja clavado en el sitio.

—¿Zeph? ¿Qué haces bajando?

Mi boca se abre y se cierra. Miro sobre mi hombro, los escasos escalones que nos separan de la puerta de mi piso y, sin permitirme pensarlo mucho, sujeto a Dana por el brazo y la guío unos cuantos escalones más abajo

hasta refugiarnos en el hueco que hay entre el ascensor y la pared del piso siguiente.

—¿Zeph?

—Shh —murmuro, intentando no pensar en lo cerca que estoy de Dana, en lo apretados que están nuestros cuerpos. Si no me conociera, pensaría que he elegido el lugar a posta para hablar con ella así de cercanos. Así, en general—. Mi madre, tras tres hijos, ha desarrollado un oído supersónico —le digo, centrando mis ojos en los suyos. Su ceja se alza, inquisitiva, con sus ojos aún navegando en miles de preguntas. Sin pensármelo mucho, comienzo a hablar en un ronco susurro—. Mi madre no sabe lo del castigo.

—¡¿Qué?! ¿Cómo que no lo sabe? —Alarmado por el volumen de su voz corro a posar mi mano sobre sus labios, mirando por el pequeño hueco sobre su hombro la subida de las escaleras para cerciorarme de que la puerta de mi apartamento no se ha abierto aún.

—No lo sabe, no.

—¿No ha recibido la llamada de la directora? —inquiere ella, hablando contra mi mano. La retiro con cuidado, sintiendo mi piel cosquillear por el suave contacto de sus labios.

Niego con la cabeza.

—Mi madre dio el teléfono fijo al instituto como método de contacto. Y como nunca está en casa…

—¿Y por qué se lo ocultas?

—Porque… —Suspiro hondo y separo mi mano del hombro de Dana. ¿En qué momento acabó ahí? Avergonzado, la retiro del todo hasta apoyarla en la pared al lado de mi pierna, repiqueteando con mis dedos contra el suave relieve de la pintura. Aparto la mirada un momento de los ojos curiosos de Dana prepararme antes de volverlos a centrar en ella. Cojo aire—. Te hice caso. Le hablé de lo de la niñera o niñero. Le hablé de que todo era demasiado para mí. Y… accedió a pensarlo. Estamos… A día de hoy estamos pensándolo, ¿vale? Y ella es muy estricta, y se lo está planteando solo porque me ve responsable. Como se entere del castigo, todo se acaba. Y yo seguiré cuidando de mis hermanos hasta la Universidad. Y yo… Suena fatal, pero cada día me doy cuenta de que no puedo. No puedo y…

Vuelvo a coger aire, falto de oxígeno. Aparto la mirada un segundo, un escaso segundo y, cuando vuelvo, solo atino a ver el haz de movimiento antes de que los brazos de Dana estén envueltos alrededor de mi tronco. Sorprendido, casi de manera autómata, la sostengo de vuelta. Dos veces en una semana. ¿Qué diablos está pasando?

—Lo siento —murmura contra mi pecho, segundos después. O quizás minutos. U horas—. De verdad que lo siento. No debería haberte llevado a la azotea.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora