A r t u r o | XXV

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XXV

Llevo media hora tumbado en el sofá del salón alternando la mirada entre el mensaje que espera en mi móvil y el que adorna la pantalla del portátil, no sabiendo qué hacer respecto a ninguno de los dos.

Por una parte, el primero se trata de tres cortas líneas que Rebeca me ha escrito para indicarme que mañana en clase debo entregarle el boceto de mi adorno personalizado para la chaqueta de Raúl; por otro lado, el correo electrónico que media hora antes abrí en mi ordenador se trata de un recordatorio del refugio de animales de que esperan ansiosos mi respuesta.

No sé qué hacer, tanto para el regalo de nuestro amigo, para el cual me encuentro perdido, como en la cuestión del refugio. En el último, haciendo caso a las palabras de Blas, no debería volver; pero escuchando la voz de mi conciencia y moralidad, sé que andan cortos de personal voluntario en el refugio y que dos manos más como las mías serían de gran ayuda.

—¿Arti? —me llama la voz de mi hermana, la cual no me ha dirigido la palabra desde que acusé a su novio de serle infiel—. ¿Podrías venir un momento al pasillo, por favor?

Con un suspiro, pero ansioso por hacer las paces con mi hermana, dejo el portátil en la mesita de centro y cierro la ventana del buscador, guardando mi móvil en el bolsillo de mi pantalón negro de chándal. Me levanto del sofá y me encamino a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, casi emocionado de que Ginebra vuelva a hablarme. Suena triste, incluso sin decirlo en voz alta.

Apoyo una mano en el marco de la puerta y me asomo al pasillo, buscando la figura de mi hermana en la oscuridad que reina en la mayor parte de la casa, en este caso por la falta de ventanas. La luz del baño, justo a mi izquierda, se enciende, revelándome a la persona que me espera con un hombro apoyado en la pared y una sonrisa casi macabra en su rostro simétrico.

—¿Nacho? ¿Qué haces aquí? —pregunto, viendo como mi calma anterior se desvanece dejando lugar a una fría rabia—. ¿Cómo has entrado? ¿Dónde está Ginebra?

—Calma, rubito. Ginny va a empezar nuestro trabajo de Historia de España mientras tú y yo vamos a dar una vuelta a la manzana para aclarar el malentendido —dice, paladeando la última palabra, haciendo una mueca con sus perfectos labios de placer.

Se yergue y se acerca a mí, rozando el brazo con el que me apoyo en el marco de la puerta cuando pasa junto a mí, dirigiéndose hacia la entrada y perdiéndose la mueca de asco que me deja su contacto.

Me giro hacia él retirando el brazo, sin frotarme la piel por donde me ha rozado para no darle el gusto, y lo sigo al descansillo del piso, donde espera con los brazos cruzados dentro de su camiseta ajustada. Una vez atravieso el umbral, se estira para tirar del pomo de la puerta y dejar que se cierre con un golpe sordo.

—¿”Nuestro trabajo”? Querrás decir suyo, ya que no veo que pienses hacer nada —espeto mientras analiza con tranquila indeferencia la placa que refleja el número del piso, con el desprecio entorpeciendo mi lengua al hablar—. Te estás aprovechando de ella, cap…

—¿Qué? ¿Capullo? Sé más original, rubito. Por favor. Ya tenemos una edad. —Hace una pausa, en la que pasa un dedo por el contorno de la placa, antes de seguir hablando—. Y en cuanto a lo del trabajo… Simple semántica —comenta con diversión, con la comisura que puedo observar de su perfil alzada, disfrutando de todo esto. Será repugnante—. Anda, vayamos a la calle. No queremos darle un espectáculo innecesario a tus vecinos, ¿verdad?

Sin esperar una respuesta, y sin mirarme ni una sola vez desde que salí del apartamento, se gira hacia las escaleras y comienza a bajarlas con las manos enfundadas en los bolsillos delanteros de sus vaqueros. Reticente, lo sigo, sabiendo que está en lo cierto con los vecinos. Cojo aire, dispuesto a sacar la valentía de donde haga falta para dejar claro de una vez que no voy a consentir que se siga aprovechando de Ginebra.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora