D a n a | XVIII

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XVIII

Siempre he pensado que mi cuarto es estupendo para pensar. La cama, posicionada en el centro de dos grandes ventanales con persianas a control remoto y vaporosas cortinas, está justo enfrente de mi tapiz africano favorito, colgado en la pared. En tonos que van del negro al anaranjado, da un toque que siempre he considerado muy cálido para una habitación que, desde luego, hubiera sido fría sin él.

Pero, en este momento, odio que mi cuarto sea tan bueno para pensar en algo y darle vueltas a las razones filosóficas que hicieron que mi ser pudiera poblar este mundo o decidir qué calcetines ponerme tras salir de la cama en función del día que vaya a hacer. No, en este momento las propiedades de esta cama reciben mi odio, porque no exageraría que llevo una hora dándole vueltas a lo sucedido esta mañana en la azotea. Es un maldito círculo infinito en el que recuerdo el calor del hombro de Zeph bajo mi cabeza, sus dedos acariciando mis trenzas de una manera que me lleva a pensar que no se daba cuenta y su risa recorriendo mi cuerpo desde mi cabeza hasta la punta de mis pies como pequeñas culebras haciendo estragos por donde pasaban. Sí, definitivamente su risa me gusta mucho.

La puerta se abre en el momento en que estoy a punto de meter la cabeza bajo la almohada para dejar de pensar en Zephir y yo en la azotea del instituto. Miro a la puerta, viendo una figura recortada por la luz del pasillo, que contrasta con la penumbra a la que he inducido a mi cuarto.

—¿Qué? ¿Ahora te has vuelto vampiro? —inquiere Maika divertida entrando en mi cuarto sin pedir permiso ni nada, dirigiéndose hacia las ventanas para abrir las persianas.

—Vampiro —gruño repitiendo su última palabra, tapándome los ojos con el brazo cuando la luz del mediodía incide en mis ojos, entrando a raudales por el ventanal. Cuando decido que mis pupilas pueden salir a la luz sin cegarme, me incorporo en la cama y veo como Maika frota una pequeña mancha en una de las cortinas.

—¿Es chocolate?

—Puede —respondo escueta, buscando algún reloj que pueda marcarme la hora—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media pasadas —contesta, probando con la saliva como remedio universal para quitar manchas en cualquier sitio, en este caso la cortina.

—¿Qué? —grito, pasando mis pies por la cama para buscar las zapatillas. Quedé con Zephir y con Sandra en apenas diez minutos.

Mis pies se quedan estáticos sobre mis zapatillas a medio poner cuando su nombre pasa por mi mente. Zephir. La azotea. Nosotros en la azotea. Su risa. Con la tensión en el pecho, cojo el móvil sobre la mesilla y, sin pensarlo mucho pero muy consciente de lo que hago, le mando un mensaje a Sandra conforme me encuentro mal y no voy a poder ir. Luego entro en el contacto de Zephir, pero algo me frena a escribirle, sintiéndome mal de golpe. Estoy a punto de no enviarle nada, esperando que Sandra se lo cuente, para evitarme el mal trago de mentirle descaradamente. Me repito que lo que él quiere es quedar con mi mejor amiga, pero aún así no me siento cómoda. Dudo, como pocas veces dudo en esta vida, y abro el teclado.

—Es guapo —dice la voz de Maika sobre mi hombro, sobresaltándome. La miro de refilón antes de volver la vista a la pantalla y veo como señala la foto de perfil de Zephir, un retrato de su cara con sus chispeantes ojos azules sonriendo, con cada uno de sus hermanos a cada lado sonriendo y con las mejillas manchadas de pintura del día que repintaron la habitación de Jess. Aún recuerdo como se iluminaron los ojos de Zeph cuando me contó la rebelión de su hermana contra el rosa que, hasta entonces, había decorado sus paredes.

—Es Zeph, Maika. Ya lo conoces, llevamos años siendo amigos —le digo, volviendo mi vista para mirarla a los ojos. Cuando sus iris marrones se cruzan con los míos, sonríe moviendo el lunar sobre su labio, escondiendo algo tras su mirada que no soy capaz de descifrar.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora