D a n a | XXIV

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XXIV

Llevo tirada en el sofá desde que he llegado del cine, y ya son las diez y media pasadas. Mi madre está sentada en el sillón al lado mía, con una revista entre sus manos de perfecta manicura, tan arreglada como siempre. La televisión está encendida de fondo, en un documental sobre animales que mi madre observaba hasta que los búfalos aparecieron en pantalla y le hicieron perder el interés. Pese a que el volumen está muy bajo, crea un runrún de fondo que destruye el silencio del ático, solo roto por el pasar de las hojas de la revista y por el golpeteo de mis dedos contra la pantalla del móvil al escribir en el buscador de Instagram.

Me siento extraña, y no por la situación en la que me encuentro ahora mismo. Es más, el escenario pintado no es nada nuevo para mí; de hecho, es de lo más habitual en el periodo de tiempo comprendido entre que Maika se va a su casa tras su jornada y mi padre vuelve de trabajar.

No, sé que no es eso. Pero aún así, durante una hora y media pensando, solo se me ha ocurrido una explicación a cómo me siento ahora mismo, y es gracias al déjà vu que me paralizó en el cine cuando Zephir dejó caer suavemente su cabeza a mi hombro. En ese momento, lo único que pasaba por mi cabeza era la azotea, nuestra situación en ella, cuando yo apoyé mi cabeza en su hombro. Tan igual y tan distinto. Pero aún así, debe ser eso. La azotea me trastornó los nervios, y es la única explicación posible a que ahora me sienta... extraña. Sí, tiene que serlo. Porque no pueden existir más razones para la inusual sensación de ingravidez que atenaza mis músculos.

Ahora sí, el porqué la azotea me ha afectado así sigue siendo un misterio para mí. Pero, mientras lo descubro, porque lo haré, más me vale olvidarme de ello y centrarme en Darío. Porque... ¿Quién sabe si lo de la azotea de Zephir no fue una estratagema para confundir mi cabeza y entretenerme para que pierda en el juego?

Así que aparto al chico de ojos azules de mi mente por un rato y entro en el perfil de Darío en la red social que llevo observando ya un rato. Para mi alivio, me doy cuenta que no ha subido ninguna foto nueva desde la de la playa con su madre. Teniendo este hecho como referencia, salgo de la aplicación y le envío un mensaje:

YO: ¿Puedes quedar mañana? ¿Vuelta por la playa? ¿Corremos juntos?

Tarda pocos segundos en contestar:

DARÍO: No sé si mañana puedo. Te digo en un rato.

Asintiendo con la cabeza ante nadie en particular, hago una mueca. Esa contestación huele a Mía por todos lados. Pero, con resignación, me admito a mi misma que no puedo hacer nada más que esperar, así que vuelvo a Instagram y curioseo las cuentas del resto de mis amigos.

Distraídamente voy pasando las fotos hasta que una, subida por Arturo, hace que mi boca se abra asombrada. La fotografía consta de un fondo de árboles frondosos y un camino de arena, por lo que se puede suponer que ha sido tomada en uno de los parques de la ciudad. La verdad es que su propia simplicidad no tiene nada destacable, siendo lo que verdaderamente me sorprende los protagonistas de la composición. Sí, exactamente ese plural es el que hace que latigazos de asombro recorran mi cuerpo, impidiendo a mis ojos apartarse de la escena. ¡Y qué escena! Recorro una vez más la fotografía con la mirada, recreándome en la figura de Arturo, abrazado por los hombros por otro chico rubio con los ojos algo rasgados, que sonríe a la cámara con alegría. Tras observar la sonrisa tranquila de Art, bajo mis vista al pie de foto y lo leo. Hay una única palabra, "cita", y un emoticono que mira hacia la derecha.

—Hija, Maika preparó espaguetis con tomate. Vamos a esperar un poco más a tu padre, pero deberías ir preparándote —dice mi madre, levantándose del sillón dejando caer la revista en la mesita del centro con un ligero aleteo de sus páginas. Asiento con la cabeza, cerrando la boca, y mi madre se da la vuelta y desaparece por las escaleras.

Sentimientos sempiternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora