Introducción.

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Amor, amor, amor...

Una palabra tan simple y con tantos significados universales.

Amor.

Para los idealistas, el amor se trata de un sentimiento completamente indescriptible hacia otra persona ajena a ti, a quien le otorgas el inmenso poder para destruirte, pero confías en que no lo hará, porque ambos corazones se convierten en uno.

Para mí, quizás desde una perspectiva realista, el amor no es más que una forma natural de engañar a los humanos para que se reproduzcan entre ellos y continúe el ciclo de vida. Nada más y nada menos que otro peón en un tablero para la longevidad humana, simple y sencilla selección natural.

Esa molesta palabra había estado deambulando cerca de mí durante toda mi vida, sin embargo, lo había hecho con especial intensidad durante los últimos días; en cada esquina, cada rincón, cada pared y cada espacio compuesto de oxígeno, podría presenciarse la definición idealista y real de lo que el amor era: parejas besuqueándose por aquí y por allá —y por poco pasando de la raya de lo que aún se consideraría un «beso»—, acompañado de unos totalmente empalagosos corazones con canciones pesadas acerca de un amor imposible.

No era tan difícil adivinar el motivo detrás de tanto escándalo, mucho menos cuando era febrero.

Tampoco era tan difícil presumir que San Valentín no era mi festividad favorita —ese puesto lo tenía reservado la Navidad con su calidez invernal y las galletas de jengibre que mamá horneaba cada año, aquellas que inundaban la casa de un olor totalmente hechizador. Pese a ello, aunque era la suposición más lógica, esta no era la historia cliché de la chica aterrada hasta la médula con el comercio capitalista generado por las masas, porque si bien pensaba que el día de los enamorados era una mera excusa para los negociantes, no se trataba específicamente de eso.

No obstante, no iba a negar que inició como una de ellas.

Este año, como algo totalmente fresco e innovador, mi odio hacia el 14 de febrero no se debió específicamente al comercio, pero sí a los intentos fallidos de Cupido que tenían algunas personas en esta academia, puesto que, por primera vez, la academia Melbourne pensó que sería buena idea crear un programa de parejas en línea para tener el «felices por siempre».

Dating Who era su nombre; inicio de mis problemas y la causa de mis martirios.

Con todo, era de carácter «obligatorio» en los estudiantes que usasen la «M» en sus uniformes y estuviesen solteros; todos debían hacerlo para que «hubiese mayores probabilidades de ser emparejados con la persona correcta». No importaba si no estabas interesado en una relación, si preferías enfocarse en tus estudios en vez de tu vida amorosa, ellos te aseguraban puntos extras en una de tus materias escolares con tal de probar la nueva creación del departamento de computación.

Lograba preocuparme por el sistema educativo estadounidense, a decir verdad, pero la ayuda no era mal acogida cuando me daba la posibilidad de subir mi nota final en la clase de física y así tener un promedio de calificaciones alto; de manera que me veía con las cadenas hasta el cuello con la necesidad de responder todas esas preguntas melosas: si preferiría tener más tiempo o más dinero, si había alguna letra de una canción que me supiera de memoria, cuál instrumento sería si pudiese ser uno —preguntas de las que ni siquiera mi gata Ofelia podría salvarme.

Mis respuestas no eran más que sinceras, pero en lo personal, no me fiaba mucho.

¿Cómo podría decirme una página a quién debía amar? Había muchas probabilidades de que mi real amor estuviese allá afuera, firmando autógrafos y luciendo totalmente deslumbrador mientras que un programa escolar se limitaba a decirme que el amor de mi vida se encontraba entre estas cuatro paredes completamente deprimentes, a lo mejor detrás de un computador, jugando por más de siete horas «Minecraft» y esperando para recibirme con el saludo vulcaniano.

Dating WhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora