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Segunda parte

📝

—Grita, Charlie.

—¿Que grite qué? —pregunté, nervioso.

—A la mierda la normalidad —respondiste con una sonrisa desafiante.

—No puedo hacerlo. Me da mucha vergüenza gritar.

—¿Quién más que yo podría escucharte? —Te acercaste un poco más a mí—. Estamos completamente solos en medio de la nada. Grita con todas tus fuerzas, deja que tus miedos fluyan fuera de ti y que la normalidad se vuelva algo inexistente.

Estaba embelesado por la profundidad de tus palabras. Siempre sentí que tenías un lado sensible; me alegró descubrir que no me equivocaba. Eres una persona mucho más fascinante de lo que todos piensan, Caín. Quiero creer que soy uno de los pocos en el mundo que ha tenido el privilegio de conocer aquella parte de ti.

—No puedo gritar —insistí, un poco triste.

No recordaba la última vez que lo hice. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Siempre escondo mis emociones lo mejor que puedo, porque tengo motivos más que suficientes para hacerlo. Todos mis temores poseen una poderosa razón de ser.

Ante mi renuncia a gritar, rodeaste tu boca con tus manos y levantaste la cabeza para vociferar a los cuatro vientos:

—¡¡¡A la mierda la normalidad!!! —Sonreíste—. ¡¡¡Pueden meter su normalidad donde mejor les quepa!!! ¡¡¡Vamos, Charlie, grita conmigo!!!

Seguías gritando sin parar, así que decidí hacer el intento.

—A... a la mierda la-la normalidad —balbuceé en voz baja.

—¡¡¡Más fuerte, Charlie!!!

Tus gritos me incitaban a renunciar a mi timidez por unos minutos.

—¡A la mierda la normalidad! —proclamé un poco más fuerte que antes.

—¡¡¡Grítalo a todo pulmón!!! —ordenaste con entusiasmo—. ¡¡¡Grítalo hasta que el universo entero te escuche!!!

Tu convicción me brindó la fuerza necesaria para llenar mis pulmones de oxígeno y gritar como nunca lo había hecho:

—¡¡¡A la mierda la normalidad!!! ¡¡¡A la mierda los prejuicios, la discriminación y esta maldita sociedad!!!! ¡¡¡Puedo vestir como yo quiera, ser como yo quiera y amar a quien yo decida amar!!!

Para cuando volví a mis cabales, me di cuenta de que tenía la respiración agitada y los ojos empapados de lágrimas de felicidad. Me estaba sintiendo libre por primera vez.

—¡Bien hecho, Charlie! —felicitaste entre risas—. ¡A la mierda todo el mundo excepto nosotros!

Me reí contigo y miré hacia el cielo. Las lágrimas seguían cayendo por mi rostro, pero ya no me importó que tú me vieras. Estaba en paz y más cerca de ti de lo que nunca creí estar.

De repente, a toda velocidad, tomaste tu bicicleta y la escondiste entre unos arbustos, luego hiciste lo mismo con la mía y te acercaste a agarrar una de mis manos.

—¡Ven, Charlie! —pediste, eufórico—. ¡Corramos hacia donde sea que nos lleven nuestros pies!

Y echamos a correr.

Creo que no hay nada en el mundo tan grande como mi felicidad al andar por ahí agarrado de tu mano. Eran los minutos más mágicos de toda mi existencia.

Pensé que nunca sería capaz de tomar la mano de otro hombre, no después de la primera que entrelacé hace años. Tomar la tuya no solo significa un gran acercamiento entre nosotros; es una forma de demostrarme que, al parecer, estoy listo para lanzarme al abismo de emociones en el que consiste el amor.

Paramos de correr cuando llegamos a un lago sobre el que brillaba el sol crepuscular. Ambos respirábamos entre jadeos y reíamos a todo volumen. El atardecer era tan precioso como aquellos momentos a tu lado.

Nos sentamos en una roca de gran tamaño ubicada junto a la orilla del lago. El viento se colaba entre tu pelo y te hacía lucir majestuoso e imponente al mismo tiempo. Por mi parte, sudaba en exceso, pero me dio igual. La liberación que sentía estaba disminuyendo mi falta de confianza.

Nos quedamos en silencio por al menos veinte minutos, sin hacer más que contemplar el horizonte y permitir que los rayos del sol impregnaran nuestra piel. No hacía falta decir nada, porque nuestras almas lo decían todo, o al menos sentí que la mía hablaba con la tuya y le confesaba cuánto me gustas.

Nunca me sentí tan cómodo con el silencio como contigo. Así como mi alma parecía hablarte, nuestros ojos expresaban mil cosas al hacer contacto visual. No voy a negarte que me pongo nervioso cada vez que me miras, pero no es un nerviosismo del que quisiera huir y esconderme, sino uno que disfruto y del que quiero más y más.

De pronto, motivado por un impulso, te confesé lo siguiente:

—Soy gay.

Y tú, para mi sorpresa, respondiste:

—Lo sé.



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Hola, Caín [Gratis]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora