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Quinta parte

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—Y... ¿ahora qué? —te pregunté cuando nos hallábamos en medio de tu cuarto.

—Me gustaría ducharme. —Olfateaste una de tus axilas y arrugaste la nariz—. Apesto a bosque y sudor.

Ambos reímos.

—Yo también —admití. Sí que olíamos mal—. Ve tú primero, yo me bañaré después de ti.

—Tenemos varios baños, Charlie —recordaste, y me sentí tonto por olvidarlo—. Podemos usar uno para cada uno.

—Oh, perdón, es que aún no me acostumbro al hecho de que eres un niño rico y caprichoso con un palacio como casa —bromeé con espontaneidad. Me sentía sumamente cómodo luego de que tu padre se fuera—. Me sorprende que no tengas un perro con su propio castillo en tu jardín.

Enarcaste una ceja y esbozaste una sonrisa.

—Así que el chico tímido y llorón está sacando las garras —dijiste entre risas—. No querrás que te llene de cosquillas otra vez, ¿o sí?

"Sí".

—¡No! —respondí—. ¡Y no soy llorón! —Hice una pausa—. Tal vez un poquito, pero no tanto.

Te reíste y te acercaste a revolver mi cabello con una mano.

—Ven, chico llorón, hay que quitarnos este hedor a bosque.

Negué con la cabeza entre risas y nos acercamos a tu clóset para sacar lo necesario.

—¿Me prestas algo de ropa? —pedí, un tanto avergonzado.

—Por supuesto. —Guiñaste un ojo—. Pero no sé si mi ropa colorida y ajustada combinará con tu alma oscura y desdichada.

Te golpeé un brazo.

—Mejor no me prestes nada.

—Vamos, Charlie, era una broma. —Te reíste y me abrazaste como si fuera algo común entre nosotros.

Es curioso que antes no me atrevía ni a mirarte a los ojos, pero ahora soy capaz de acercarme a ti sin ponerme a temblar. Hemos hecho grandes avances en nuestra inesperada cercanía.

—Si sigues bromeando, me iré a casa —mentí. No me iría por nada del mundo.

Llevaste unos dedos a tu boca y los pasaste por ella como si bloquearas un cierre, luego te quedaste callado, lo que me hizo reír.

Me prestaste una playera blanca y unos shorts azules. De haber estado con otra persona, me habría incomodado usar ambas prendas. Contigo todo es más fácil que con el resto de la gente.

Tras tener los utensilios necesarios, te aseaste en el baño de tus padres y yo en el principal. Mi ducha fue rápida y precisa. No me hacía gracia estar desnudo en otro baño que no fuera el mío.

Regresé a tu habitación primero que tú. Volviste minutos después: no traías puesto nada más que una toalla envuelta en la cintura. Gotas de agua recorrían tu piel, dándote un aspecto hipnótico y cautivador.

Cada uno de mis sentidos se vio alterado al contemplarte semidesnudo frente a mí. Si vestido luces hermoso, sin ropa eres una obra de arte digna de ser resguardada en el Louvre o en una bóveda secreta en la que nadie podría hacerle daño.

—¿Viste un fantasma? —preguntaste con el ceño fruncido.

—No, ¿por... por qué? —Apenas podía respirar. Mi cuerpo se quemaba por dentro.

Hola, Caín [Gratis]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora