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Primera parte

📝

Hola, Caín.

Esta tarde de domingo regresamos al bosque. Llegaste a recogerme a la misma hora de ayer, con la diferencia de que viniste a bordo de una camioneta azul.

Quedé sorprendido cuando te vi dentro de ella. Vestías ropa tan oscura como la mía, pero te veías tan maduro y atractivo que sentí mi cuerpo arder.

Llevabas unos lentes de sol. Lucías como todo un chico malo de película, solo que tú sonreías como uno bueno.

—¿Desde cuándo tienes una camioneta? —pregunté cuando bajaste, hipnotizado por tu belleza.

—Desde hace un tiempo —respondiste, encogiéndote de hombros—. Fue un regalo anticipado de cumpleaños de parte de mi tío Fred. Es un alcohólico sin remedio, pero al menos tiene un buen gusto por las camionetas. —Te reíste.

—¿Es legal que la conduzcas?

—No —respondiste con una sonrisa maliciosa—, pero eso es lo que la hace tan divertida.

—Supongo que no esperas que vayamos al bosque sin licencia ni edad para conducir, ¿no? 

—¿Cuál es el problema? —Frunciste el ceño y te quitaste los lentes de sol—. No pasará nada, y esta belleza es muy segura. ¿Confías en mí?

—Mmmh...

—¿No confías en mí? —Te veías triste.

—Claro que sí —contesté, no del todo seguro.

—Entonces no tienes nada de qué preocuparte. —Sonreíste—. ¿Listo para una nueva tarde de aventuras en el bos...? —preguntaste en voz demasiado alta.

—¡Baja la voz! Se supone que voy a tu casa a estudiar inglés. Eso es lo que le dije a mis padres para que me dejaran salir. Fue casi imposible que me dieran permiso, pero lo conseguí.

—Oh, lo siento —susurraste—. Entonces, ¿estás listo para una intensa tarde de estudios e inglés? —preguntaste en voz alta y me guiñaste un ojo.

Puse los míos en blanco y sonreí.

—Vámonos, maestro —dije entre risas.

—Suba a mi humilde corcel, querido alumno. —Imitaste el gracioso acento de nuestro profesor de inglés.

Te pusiste los lentes de sol y me abriste la puerta del copiloto. Me senté y se me formó un nudo en el estómago.

—Póngase el cinturón, alumno —musitaste tras abordar la camioneta—. Este corcel es muy veloz.

—Cállate —espeté, avergonzado y nervioso. Tú te reíste—. Vámonos antes de que me arrepienta de haber subido.

—Lo que usted diga, capitán —vociferaste y pusiste el vehículo en marcha.

Manejabas a una velocidad que me provocó náuseas. Ni siquiera la hermosa canción de rock que pusiste en la radio redujo mi ansiedad. Fue una suerte que condujeras por calles no tan transitadas.

—¡Más lento, Caín! —supliqué con el corazón en la garganta.

—¡Tranquilo, Charlie, este bebé vuela como un ángel! —gritaste entre risas—. ¡Wuuuuuh!

Fue el viaje más extremo y aterrador de mi vida, pero también el más excitante. No debería sentirme bien, porque fue peligroso e irresponsable que condujeras de esa forma. Sin embargo, contemplar lo emocionado que estabas bastó para sentir que todo valió la pena.

Cuando llegamos a los bosques de las afueras de la ciudad, estacionaste la camioneta junto al camino de entrada y fuimos caminando hacia el lugar donde escondimos las bicicletas. Descubrimos que, tal como prometiste, estas seguían ahí.

—Y bien... ¿qué hacemos ahora? —pregunté con timidez.

—¿Quieres regresar a nuestro lugar? —inquiriste en respuesta.

—¿Nuestro lugar?

—Ya sabes... el lago. —Llevaste una mano a tu nuca y te la rascaste con nerviosismo.

Me puse nervioso también, pero me sentí muy feliz. No esperaba que consideraras el lago como "nuestro lugar". Si ahora me preguntaras cuál es mi sitio favorito en todo el mundo, definitivamente te diría que es la orilla del lago en la que vimos el atardecer y luego las estrellas.

Al llegar a nuestro lugar, nos sentamos nuevamente en la roca de ayer, pero a una distancia menor. Estábamos tan cerca que por poco nuestros cuerpos se pegaban. Nuestro lazo afectivo crecía cada vez un poco más.

Ninguno dijo nada por un tiempo. Nos limitamos a admirar el horizonte anaranjado y a disfrutar de la tranquilidad que ofrecía el bosque. 

De repente, en un acto inesperado de valentía, recosté mi cabeza sobre tu hombro.

Te sobresaltaste ante mi movimiento, pero no te apartaste. Es más; al cabo de unos segundos, pasaste tu brazo por mis hombros y me abrazaste.

—Podría pasar la vida entera así —confesé antes de darme cuenta.

—¿Así, cómo? —preguntaste en voz baja y confidencial.

—Contigo —respondí, incapaz de mirarte a los ojos.

No pude ver tu reacción, pero te oí suspirar con melancolía.

—Desearía que la vida fuera tan simple —resoplaste, evidentemente triste—. Que todo se tratase de admirar paisajes y abrazarse en un atardecer.

Discrepaba, porque, así la vida fuera una ruleta de problemas y de situaciones complicadas, no me afectaría tanto si los enfrentara a tu lado. No me importaría vivir en la miseria y el estrés si al final del día durmiera contigo en la misma cama.

—A veces es bueno que la vida no sea tan simple —dije—. Supongo que necesitamos altibajos para valorar lo que realmente importa.

—¿Como este momento? —preguntaste. Me decidí a mirarte y te vi sonreír.

—Como este momento. —Sostuve tu mirada.

Puedo jurar que vi toda la Vía Láctea a través de tus ojos marrones. Un par de ojos que leen mi alma como si la conocieran de toda una vida, incluso las pasadas.


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Hola, Caín [Gratis]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora