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Hola, Caín.

Pasó un mes desde la última carta.

Treinta días en los que me he dispuesto a quererme a mí mismo, lo cual ha sido extremadamente difícil y un proceso que requerirá mucho más que un simple mes.

No obstante, todo había marchado bien. Tu distancia dolía cada día menos, estaba alzando un poco más la cabeza al caminar y ya no me sentía tan mal conmigo mismo por el simple hecho de vivir.

Y digo había, porque hoy todo se fue a la mierda.

Antes de contarte los motivos de mi recaída emocional, te explicaré cómo intenté mejorar mi autoestima. Nora ha sido de gran ayuda para ello. Cada día me recuerda lo valioso que soy y me obliga a dejar de agachar la mirada cada vez que alguien pasa a mi lado.

Ella me regaña cada vez que te miro en el colegio, algo que me ha servido bastante. Como no te fijas en mi existencia, si yo no me fijo en la tuya es como si ninguno de los dos recordara al otro. Aunque me duela admitirlo, es lo mejor. Sí, te extraño, pero ya no quiero hacerlo.

No es que haya dejado de quererte. Aún hay noches en las que sueño que somos novios y que nos demostramos nuestro amor sin preocuparnos de nada, pero me insistí tanto que debo dejar de pensar en ti que realmente empecé a hacerlo.

Como dije, todo marchaba bien. Poco a poco aprendía a ser feliz.

Pero hoy, aprendí a odiar. A llorar de ira. A nadar en veneno.

Todo sucedió después de clases. Salí más tarde de lo habitual, porque me quedé en la biblioteca leyendo un libro de historia para el examen de la próxima semana. Al salir y recorrer los pasillos, no había nadie cerca, o eso creía.

Tuve la mala suerte de toparme con tus amigos en el pasillo de los casilleros. Los descubrí rayándolos con aerosol, solo les faltaban unos cuantos para llegar al mío. No pude evitar acercarme a pedirles de la mejor forma posible que se detuvieran.

Estaba todo tu grupo de amigos excepto Luis. Tampoco estabas tú. La mayoría se burló de mi ridículo intento de pedirles que pararan.

—¿Qué vas a hacer si rayamos tu maldito casillero? —inquirió Hardy con voz burlona pero desafiante—. ¿Vas a acusarnos con tu mamá? Vete a hacer algún amigo, rarito.

Todos se rieron.

En ese momento, mi amor propio se elevó hasta las nubes. No podía permitir que la gente siguiera pisoteándome, tenía que aprender a defenderme.

—No los acusaré con mi mamá, pero sí con el director y con cada autoridad del colegio —espeté con menos firmeza de la que quería, pero soné amenazante de todas formas.

No les gustó nada mi atrevimiento.

—¿Quién te crees para amenazarnos, bicho raro? —demandó Ronaldo.

—¿Acaso no nos tienes miedo? —intervino Hardy—. ¿Es que además de raro eres suicida?

—No les tengo miedo —mentí. Sí lo sentía, pero ya no quería demostrarlo.

Tus amigos se miraron entre sí y sonrieron con malicia.

Había cavado mi tumba.

—Creo que debemos demostrarle de lo que somos capaces para que recupere el miedo —sugirió Hardy—. ¡A él!

No tuve tiempo de correr o de gritar antes de que me agarraran de los brazos y me cubrieran la boca. Me llevaron a rastras al baño más cercano, en donde bloquearon la puerta y me dieron golpe tras golpe en el estómago y unos cuantos en la cara.

Quise defenderme; juro que quise hacerlo, pero ni siquiera pude moverme. Me tenían agarrado con fuerza y me sentía tan humillado que el mínimo amor propio que había ganado en el último mes se había extinguido.

Para cuando dejaron de golpearme, tenía el rostro ensangrentado y todo el cuerpo adolorido. Caí rendido al suelo. Ni siquiera tenía ánimos para ponerme de pie. La humillación era superior a todo.

Hardy se agachó junto a mí y masculló:

—Si le dices a alguien sobre esto o sobre los casilleros, te haremos la vida imposible, raro de mierda.

Todos se largaron entre burlas. Sus palabras resonaban en mi mente:

"Es tan rarito".

"Ha de ser un psicópata".

"¡Mírenlo, es muy feo!".

"¿Será que es un depravado?"

"Tal vez le gustan los niños, por eso es tan callado".

"Yo creo que espía gente por las noches".

"Tal vez es marica".

"¡Quizás es un violador! ¿Deberíamos denunciarlo?".

Rompí a llorar. No podía creer que pensaran todas esas cosas tan feas de mí sin siquiera conocerme.

Estaba muy triste, pero no solo eso: estaba harto. Harto de llorar, harto de ser débil; harto de dejarme aplastar. Toda la autoestima que por unos minutos creí perdida volvió con toda su fuerza, e incluso aumentó. La golpiza fue la gota que rebasó el vaso.

Poco después de que tus amigos se fueran, mis penas se convirtieron en rabia contra el mundo, rabia contra mí mismo y rabia contra ti.

¿Por qué llorar por alguien que no me valora? ¿Por qué sufrir por alguien que no me quiere cerca? Es absurdo. Si realmente hubieras sido mi amigo, habrías perdonado que te besara y no me habrías alejado como un perro callejero que te encontraste por ahí.

Es tiempo de matar cada uno de mis sentimientos y de renunciar a mis miedos. Nadie merece que derrame lágrimas en su nombre. Nadie merece que sufra en silencio por la forma en la que me trata. Lo único que merecen es desprecio y venganza por haberme convertido en este ser temeroso, tímido y llorón que me empeñaré en no volver a ser.

Tras todo lo que sucedió contigo y lo que pasó en el baño con tus amigos, he decidido que voy a cambiar. No permitiré que la vida se siga burlando de mí.

Probablemente estarás pensando que está mal cambiar por culpa de la gente, pero hay cambios que son necesarios. No me ha servido de nada ser el chico introvertido que no mata una mosca. Las personas me humillan, me hieren y me miran como si fuera de una raza inferior a la suya, y ya no puedo soportarlo más.

No malinterpretes mi decisión de cambiar: no quiero agradarle al mundo ni ser aceptado por el resto, solo quiero demostrar que soy lo suficientemente valiente como para dejar mis inseguridades atrás. Será difícil, pero debo intentarlo.

Prepárate, Caín. Conocerás una versión de mí que nunca imaginaste.

Charlie.


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