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Tercera parte

📝

—No me gusta Alison —afirmé, nervioso—. Con ella ni siquiera hablo; me gusta otra chica.

Mis mentiras hacían que me ardiera la lengua. Toda la vida le he mentido a la gente y a mí mismo, pero no pensé que dolería tanto mentirte a ti.

—Entonces, ¿quién es? —insististe, sosteniendo mi mirada.

—No te diré. —Esbocé una sonrisa juguetona que ni yo sabía que era capaz de hacer.

Por tu parte, hiciste un puchero y me agitaste un brazo a modo de súplica.

—¡Vamos, Charlie, dime! —rogaste sin dejar de sacudirme.

—Mmm, nop. —Me reí. Fue una risa muy espontánea y sorprendente para tratarse de mí.

—Si no me dices, te haré cosquillas —amenazaste. Tu sonrisa se volvió maliciosa.

—No te atreverías —musité, entrando en pánico. Odio las cosquillas.

Y tú te atreviste.

Te lanzaste sobre mí contra la cama y me hiciste cosquillas que me llevaron a la desesperación.

Estaba tan impactado, desesperado y acalorado que no sabía si reír, gritar o disfrutar. Creo que nunca reí como lo hice hace horas contigo. Tus dedos recorrían mi torso y, por más que intentaba zafarme de ti, no lo lograba. Eres más fuerte que yo, y no oponía la resistencia suficiente. A decir verdad, estaba gozando sentirte cerca de mí.

Cuando te detuviste, tenía el estómago adolorido de tanto reír. Te recostaste junto a mí en la cama y, entre risas, ambos fijamos la mirada en el techo de tu habitación, el cual era completamente blanco.

—¿Sabes? Siempre he querido pintar algo bonito en mi techo —contaste de repente. Te miré: ya no reías, pero seguías sonriendo.

—Yo podría ayudarte —ofrecí—. No soy bueno pintando, pero echando a perder se aprende, ¿no?

Me gustó la naturalidad con la que salían mis palabras luego de las conversaciones previas y las cosquillas. Fueron ellas las que derritieron el hielo entre nosotros y las que nos permitieron acercarnos un poco más.

Te enseriaste de golpe y te quedaste callado. Me miraste como si me examinaras y rompiste un largo silencio al preguntar:

—¿Puedo contarte un secreto, Charlie?

Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Pensé: ¿Acaso va a decirme que es gay? ¿Es este el gran día?

—Claro —asentí, tan tenso como tú. Seguíamos acostados, pero ya no mirábamos el techo, sino que nos mirábamos a los ojos—. Puedes confiar en mí.

Tú sonreíste y te mordiste el labio inferior, dejando atrás la tensión.

—Permíteme mostrártelo —dijiste.

Te pusiste de pie con entusiasmo y te dirigiste a tu clóset.

—Ven —ordenaste, y no dudé en ponerme de pie.

Hiciste a un lado la ropa colgada y te adentraste en lo profundo del armario, conmigo siguiéndote.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, incómodo pero intrigado.

Te diste la vuelta para mirarme, esbozaste una sonrisa y susurraste:

—Estamos yendo a Narnia.


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Hola, Caín [Gratis]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora