14.

1.3K 90 25
                                    

Aunque sean las ocho de la mañana, Ángela está inquieta porque su hermana no se ha levantado aún ni ha dado ningún señal de vida. No quiere entrar al cuarto porque no sabe de qué guisa se va a encontrar a Amaia y a Alfred; en el mejor de los casos, estarán dormidos, en el peor... No se lo quiere ni imaginar.

Hace ya bastante rato que debería estar despierta. Van a ir a recogerles a las nueve para ir hasta Salou. Universal les ha regalado un pase para entrar a Port Aventura, bonito gesto. La chica sabe que, con la parsimonia con la que se lo toma todo Amaia, no les va a dar tiempo a estar listas a la hora prevista.

Nerviosa, se dirige hacia el salón de la casa y allí ve los dos móviles, cargándose, ajenos de todo. Si embargo, uno empieza a vibrar de repente, pero esta no se atreve a cogerlo, no es ni su móvil ni sus asuntos. Suspirando acepta que no le queda más remedio que entrar en el cuarto y despertarlos. Encara el pasillo y llama un par de veces a la puerta, delicadamente al principio y con fuerza al final, sin recibir respuesta. Al menos no oye ruido, por lo que imagina que siguen profundamente dormidos.

Con miedo, abre la puerta y gracias a las rendijas de las persianas mallorquinas que dan a la calle y que dejan entrar un poco de luz al cuarto de su hermana, los ve allí: ella bocabajo con medio cuerpo sobre el de su novio y este bocarriba, con la boca abierta, roncando muy flojito y rodeando a su hermana con el brazo que ella ha atrapado bajo su cuerpo. Ambos están desnudos y tapados hasta la cintura por una fina sábana blanca. Intenta esquivar la ropa que desperdigaron por el suelo la noche anterior, pero se tropieza con las zapatillas deportivas de su hermana, haciendo un poco de ruido.

—Amaia —susurra Ángela mientras zarandea muy delicadamente a su hermana—. Amaia, venga, despierta. Son las ocho, tenemos que arreglarnos. Nos vamos a Port Aventura. ¿Te acuerdas?

—Mmmm —la pequeña de las Romero bufa, se da la vuelta, aún dormida, dejando al descubierto su torso. Alfred también se mueve, su pecho queda contra la espalda de su novia y la atrae hacia él—. Déjame dormir un rato más, va —sisea Amaia mientras Ángela insiste en despertarla.

—Amaia, ya te he dejado dormir todo lo que he podido. Venga —está empezando a perder la paciencia—. Tienes que desayunar y ducharte —pero de repente, el móvil que sostiene en la mano vuelve a vibrar de nuevo—. Mira, están llamando por teléfono a Alfred. Venga, arriba.

El chico parece no hacerle caso, al igual que Amaia. Ángela, ya harta de la situación, decide que es buen momento para abrir las persianas y despertarlos a la fuerza sin ningún remordimiento. Ambos se quejan, incluso Amaia le manda a la mierda.

—Tenéis cinco minutos para levantaros. Como en ese tiempo no te hayas largado a la ducha, te juro que vengo y abro las ventanas, que aquí apesta a humanidad —Ángela se larga de la habitación cerrando la puerta para dejarles algo de intimidad.

Amaia, algo más despejada, comienza su ritual matutino cuando duerme con Alfred. Besos y caricias infinitas dan los buenos días al chico, que se levanta con una sonrisa de oreja a oreja. Ella le abraza con fuerza, no quiere despegarse de él aunque sabe que es inevitable. Amaia le invita a acompañarle en la ducha, pero el chico recuerda que Ángela le ha dicho que lo llamaban por teléfono y a esas horas sólo puede tratarse de algo urgente.

Mientras la chica se ducha, Alfred se dirige hacia el salón vestido con un pijama que se llevó a casa de Amaia la primera semana que ella se instaló en aquel piso.

—Buenos días, Romeo —le saluda Ángela con una sonrisa—. ¿Qué tal anoche? Tendréis contentos a los vecinos, ¿no?

—Ángela, yo... —a Alfred le han subido los colores hasta las orejas y las mejillas, no sabe ni dónde meterse—. Bueno, nosotros no... Bueno, procuramos hacer el menor ruido posible. No queríamos... No queríamos molestarte —Alfred comienza a tocarse de manera compulsiva la ceja.

EllosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora