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Le duele la espalda, quizás esa no sea la postura más cómoda, pero le da lo mismo. Sentirlo así, entre sus piernas, compensa cualquier dolor. Posiblemente esa sea una de sus más secretas fantasías: follar tumbada sobre el piano. Y ahí tiene a Alfred, regalándole un momento de absoluto placer con su lengua en la parte más vulnerable de su cuerpo.

Gime, suspira y grita sin temor a ser escuchada, porque sabe que están solos en esa casa. Quizás esa sea una de las primeras veces que pueden disfrutar del sexo sin pensar en que sus padres, sus hermanos, sus amigos o los vecinos puedan escucharles. Esos minutos de auténtica y genuina intimidad van a aprovecharlos como que ella se llama Amaia Romero.

La magia que ejerce Alfred sobre su cuerpo le desborda sin esperarlo; un lametón, un soplido y un apretón con el pulgar en el lugar indicado son suficientes para hacerle estallar después del empeño que ha invertido su novio en tentarla.

Cuando recupera un poco la compostura, observa que Alfred sigue sentado en la banqueta del piano, dedicándole una sonrisa socarrona y limpiándose los restos de su orgasmo de la comisura de la boca. No puede evitar fijarse en el considerable tamaño de la erección de su novio, así que se levanta como buenamente puede y se planta de rodillas en el suelo.

Poco a poco va deslizando los calzoncillos del chico hasta deshacerse de ellos completamente. Se hace un moño y mientras tanto se relame los labios, provocando que el pulso de Alfred se acelere sólo de imaginar lo que ella está a punto de hacer.

Amaia decide no torturarlo más y comienza regalándole pequeños lametones que intercala con besos mientras sus ojos conectan con los de su novio. Ella es consciente de que tiene el control de la excitación de Alfred, así que pretende castigarlo un poco. Aumenta el ritmo, más lengua, a veces más diente, y los suspiros del chico anticipan que su clímax está próximo; así que ella ralentiza su trabajo.

Alfred le mira desesperado y cuando la chica levanta la vista y sus miradas se encuentran, parece que le suplica que no pare nunca de darle esas atenciones. Sin embargo, Amaia tiene otros planes. Se levanta, dejando a Alfred con ganas de más, y se apoya contra el piano de cola. Se deshace el moño y deja caer sus mechones de pelo, que tapan parcialmente su pecho.

No les hacen falta las palabras, hablan en su lenguaje inventado, el de las miradas. Alfred se levanta de la banqueta y se dirige decidido hacia donde está Amaia. El chico coge de la nuca a su novia y estampa su boca contra la de ella. Mientras le besa, desciende uno de sus brazos hasta llegar a la cintura de la chica y alza una de sus piernas.

En esa posición, contra el piano, Amaia y Alfred vuelven a unirse como uno solo, sin barreras de ningún tipo. Ninguno de los dos se da cuenta de ese percance, porque su lado más pasional se ha apoderado de sus cuerpos y ha mandado a paseo a su parte racional.

Sigue sin ser una postura cómoda, pero se sienten tan bien que es inevitable que disfruten de ese momento. Se besan y sólo paran de hacerlo para tomar aire o soltar algún suspiro de satisfacción. Cuando Alfred nota que está a punto de estallar, sale de Amaia, le da la vuelta y hace que apoye el peso de su cuerpo contra el piano.

Alfred vuelve a penetrarla poco a poco, procurando no hacerle daño, y una vez que lo ha hecho dirige una de sus manos al clítoris de su novia mientras sus caderas no paran de moverse. Empieza a notar las contracciones del orgasmo que invade a Amaia a su alrededor y se siente en la gloria al comprobar que no hay mejor sensación en el mundo que esa, estar juntos sin barreras.

De pronto, recuerda que no han tomado precaución y antes de que sea demasiado tarde se retira del cuerpo de Amaia, evitando correrse en su interior y haciéndolo en su propia mano. Amaia, que no se ha dado cuenta de lo que ha provocado que su novio parara tan bruscamente, mira incrédula a Alfred.

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