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La alarma de su despertador suena de manera estridente entre las cuatro paredes frías de ese hotel. Son las ocho de la mañana y puede notar cómo sus orejas han recogido todo el frío del clima neoyorkino. Quizás no es el mejor hotel de la ciudad, pero es cierto que echa de menos un poco de calidez a la hora de levantarse.

Coge su móvil de la mesita y comprueba la hora que es en España: son las dos de la tarde y él no le ha respondido al último mensaje que ella le envió la pasada noche. Lleva un par de días ultimando los detalles del videoclip de "De la Tierra hasta Marte". Desde que se trasladó a Nueva York hace una semana sabe que su novio no ha parado de trabajar de forma incansable, pero vuelve a sentirse algo abandonada. Amaia sabe que Alfred es muy perfeccionista pero no puede parar de recordar que el chico le hizo la promesa de que estaría mucho más pendiente de ella.

Se mete a Instagram y ve una fotografía del mural que ha colocado en ese estudio de grabación que simula la habitación de su novio. Un par de retratos de David Bowie, una señal de tráfico, un póster de un astronauta... Claro que le da like, esas instantáneas parecen no tener sentido separadas pero juntas conforman un todo que les define a ambos a la perfección.

Esos días se le han pasado volando, lo más pesado de todo fueron las horas de vuelo. Javier, por fortuna, se presentó en el aeropuerto cuando les tocaba facturar las maletas y se pasó las 9 horas de trayecto en avión abroncando a su hermana pequeña. Hubo tiempo para todo, se gritaron en susurros, se reprocharon cosas, Amaia lloró y pidió perdón y Javier aceptó sus disculpas y la promesa de dejarse llevar un poco más por él.

Ahora, tumbada en esa cama enorme de una habitación totalmente impersonal, parece que su vida ha vuelto un poco a la normalidad, si es que se le puede llamar así a su situación. Se fue de Barcelona enfadada con sus padres, con sus amigas, con su hermano y con su novio, sintiéndose la persona más solitaria del planeta cuando todo el mundo desearía estar en su lugar por estar haciendo realidad su sueño de infancia.

Piensa con alivio en que al menos hizo las paces con Alfred antes de que 6162 kilómetros les separaran. No puede evitar recordar las últimas horas que pasaron juntos; se ducharon juntos, como siempre, quitándose las inseguridades el uno al otro, y, al despedirse, se prometieron hablar siempre que pudieran. Amaia parece notar aún los brazos de su novio estrechándole contra su cuerpo cálido, con la esperanza de fundirse en uno eternamente y no verse en la obligación de separarse.

Coge su móvil con decisión y marca su número de teléfono en Facetime, quiere escuchar de su propia voz que todo va bien por Barcelona, que el rodaje está yendo tal y como se esperaba. Un par de tonos más tarde, Alfred coge el teléfono.

—Hola, titi.

—Hola... Suenas cansadito, ¿todo bien? —pregunta Amaia preocupada al verle la cara.

—Sí, es sólo que no recordaba lo duro que era un rodaje. Desde el año pasado que no hago nada con la cámara, pero bueno. ¿Tú qué tal? No he querido hablarte por Whats App por si aún dormías.

—Bien, de hecho acabo de despertarme. Quiero volver cuanto antes a España y dejarlo todo ya hecho.

—No te impacientes. ¿Cuándo te dijeron en Universal que tenías que sacarlo?

—Pues para una semana antes de Navidad más o menos, como todos... Ya sabes que les encanta lo de vender lo que sea y ahora mismo nosotros somos una mina.

—Ya... —Amaia escucha cómo una voz femenina llama a Alfred al otro lado de la línea telefónica y sin querer su voz se vuelve ruda y seca—: ¿Quién es esa?

—Es Laia, la actriz que hace de ti en el videoclip —dice Alfred intentando rebajarle importancia a ese hecho.

—¿Y qué quiere? —Amaia continúa directa con su interrogatorio.

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