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Como suele ser habitual por esas fechas, Amaia se enfunda en un amplio jersey de lana. Es mullidito, huele al jabón que usa habitualmente su madre y, de pronto, es consciente de lo mucho que echa de menos su casa, aunque no sea frecuente que lo verbalice.

En Pamplona, un 24 de diciembre, suele hacer mucho más frío que en Barcelona, por lo que la chica se enfunda los calcetines más abrigados que encuentra en su casa y baja las escaleras. Allí le esperan sus padres y sus hermanos, ya con las chaquetas y los gorros puestos.

—Siempre igual, Amaia —se queja Ángela—. Date prisa, venga. Que nos vamos a asar como no salgamos ya de casa.

Una vez en el coche, en dirección a casa de su abuela Javiera, recuerda todas las Nochebuenas que ha pasado en familia y que, por muy famosa que ella pueda llegar a ser, eso es lo que más ha echado de menos durante ese año fuera de Pamplona.

Cuando llegan a casa de su abuela, la mujer les recibe con un cariñoso abrazo a cada uno de los nietos, alargando especialmente el que va dirigido a la benjamina de la familia.

—Amaia, cada día que pasa estás más delgada. ¿No te dan de comer en Barcelona? Menos mal que vas a pasar unos días por aquí... —le ayuda a cargar con la bolsa que sostiene la chica—. ¿Esto qué es? ¿Juguetes o piedras?

—Son los regalos del Olentzero para los peques, abuela —sonríe Amaia.

—Así me gusta, que sonrías. ¿Todo bien, hija? —dice mientras avanzan por el pasillo para esconder los regalos que les entregarán a los niños cuando pasen de las 12 de la noche.

—No, pero lo estará. No sé qué va a pasar conmigo, pero espero que todo mejore estas semanas.

—Seguro que sí, cielo.

Cuando llega la hora, Amaia pone la mesa junto con sus hermanos y sus primos. Es como si nada hubiera cambiado, pero todos le tratan distinto. La más pequeña de sus primos se acerca hasta ella, no sabe leer si con miedo o admiración.

—¿Qué te pasa?

—Nada, ¿juegas conmigo? —le pregunta algo tímida. Amaia se sienta con ella en el suelo y juega a las muñecas con su prima. De pronto, la niña le mira curiosa—. Oye, ¿tú crees que el Olentzero se habrá acordado del regalo del primo?

—Claro, mujer. Si se ha portado bien, ¿cómo no le va a traer algo?

—¿Aunque no esté?

—Pero si estamos todos los primos aquí.

—No... —dice la niña mirando a su alrededor—. Falta el primo Alfred. ¿Dónde está?

—Alfred está con sus papás, no te preocupes —interviene Ángela al ver que Amaia se ha quedado callada ante la pregunta de su prima—. Si el Olentzero le ha traído algo, ella se lo puede llevar hasta Barcelona, ¿verdad? —su hermana asiente levemente mientras finge una sonrisa.

Amaia guarda silencio y mira a la niña con ternura, nadie le ha dicho que el "primo" Alfred no va a ir a Pamplona ya, ni tampoco le han explicado que las parejas tienen crisis y que ellos están atravesando una. No puede negar que la pregunta de su prima le ha partido un poco el corazón, pero finge que todo está bien cuando se sienta a la mesa a cenar.

Acaba la cena y Amaia siente que todo está bien, un sentimiento reconfortante le recorre todo el cuerpo, está en su casa, con su gente, no le juzgan, sólo le quieren. Además, nadie le ha preguntado nada que le haya hecho sentir incómoda, más allá de la más pequeña de sus primas. Sin embargo, cuando parte de la familia se pone a cantar villancicos, su tía Mari Carmen aprovecha para sentarse a su lado en la mesa.

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