27.

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Amanece un nuevo día en Figueres, se nota que el frío va llegando y ellos lo combaten acurrucándose el uno con el otro para mantener el calor. La noche anterior estaban tan cansados que se durmieron en el breve trayecto entre la ciudad y la casa, así que su particular fiesta de fin de disco se vio reducida a unos cuantos mimos hasta que Morfeo llegó a esa habitación para quedarse.

Poco a poco, Alfred se va despertando. Intuye que es media mañana porque las persianas no consiguen mantener la habitación en completa oscuridad. Desliza sus manos por las sábanas y nota la ausencia de Amaia. Ese par de días no han podido ser fruto de su imaginación; de hecho, las sábanas aún retienen el olor de la chica, por lo que Alfred intuye que se ha desvelado mucho antes que él.

Se pone su sudadera negra con la franja roja y se dirige hacia el salón. Amaia no está allí, la llama con un tono de voz dulce, pero no recibe respuesta por ninguna parte. Cae en la posibilidad de que esté en el estudio de grabación, así que se dirige hacia esa parte de la casa atravesando el jardín.

Al entrar, escucha una música que le recuerda mucho a Et Vull Veure pero no es exactamente la misma melodía, hay algo que cambia en ella. Vuelve a llamarla, pero no le responde. Se dirige hacia la pecera, pero allí no hay nadie y a través del cristal parece que tampoco está la chica.

De pronto, una sensación conocida para él se instala en su pecho, pero intenta mantenerla a raya. Con paso decidido entra en la sala de grabación, presidida por un piano, a un lado una amplia selección de guitarras y, al otro, su trombón. Escucha un ruido a su espalda y ve cómo la puerta se cierra lentamente. No consigue llegar a tiempo para salir y se queda encerrado.

El problema es que parece que no hay nadie que pueda abrirle, ni escucharle; de hecho, la melodía parecida a Et vull veure suena cada vez más fuerte: consigue distinguir la voz de Amaia susurrando los versos que ella misma propuso, pero ¿quién es el hombre que le acompaña? Desde luego que esa no es su voz, ni siquiera sabe pronunciar bien en catalán. Ese delicado regalo de cumpleaños está siendo destrozado por algún desconocido que no siente su música.

—¡Por favor! ¡Abridme! —Alfred empieza a golpear la puerta, pero no consigue su propósito.

El chico empieza a agobiarse cada vez más, hasta que nota que su cuerpo le empieza a fallar, se marea y nota que las náuseas visitan su estómago.

—¡Por favor! ¡Amaia, para! ¡No es nuestra canción! ¡Amaia! —le llama porque está desesperado para que ella le ayude a parar con esa tortura. No sabe si está más agobiado por el hecho de que está encerrado o por tener que escuchar Et Vull Veure cantado de esa manera.

La canción no para de repetirse. De pronto, el chico levanta la vista y ve a su novia al otro lado del cristal. Corre hacia esa capa de vidrio que los separa para intentar que ella le ayude a salir de aquel lugar. Sin embargo, la chica parece no verle ni escucharle, mantiene la vista al frente, como si él fuese totalmente invisible.

Golpea el cristal, pero ella sigue ignorándole. Desesperado, Alfred se detiene y observa que por el rostro de Amaia hay dos lágrimas que decoran sus mejillas sonrosadas. Ahora sí que necesita, más que en ningún otro momento, conseguir romper la distancia que los separa y consolarla.

Sin embargo, el chico observa que hay alguien que acompaña a su novia y esa persona, a la que no consigue ver la cara, la atrae hacia su cuerpo y la abraza, limpia sus lágrimas y la dirige hacia la puerta de salida que da hacia el hall de esa zona de la casa.

—¡Amaia! —grita desesperado Alfred—. ¡No! ¡Amaia, no me dejes aquí! ¡Amaia, no!

—¡Alfred! ¡Tranquilo! —susurra la chica preocupada, mientras enciende la luz de su mesita—. ¿Qué te pasa? Era sólo un sueño, cucu...

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