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Un leve ruido le despierta; realmente, no ha descansado demasiado durante la noche y no ha sido por habérsela pasado disfrutando de sus cuerpos, precisamente. La tos seca de Amaia, el carraspeo de su garganta y su molesta congestión han sido los protagonistas absolutos de esas horas vacías.

Su mano se cuela por la camiseta que le ha prestado para dormir y llega a su destino, que no es otro que la parte superior de su pecho. Se posa lentamente sobre la zona y dibuja círculos, sin ningún tipo de connotación sexual, procurando sincronizar su respiración con la de Amaia e intentando calmar con sus caricias esa tos seca que no les permite dormir.

Ella se acurra contra él, dejando su espalda contra el pecho de Alfred, y disfrutando del calor y el olor que desprende el cuerpo del chico. Sin embargo, la tos no cesa y cada vez le cuesta más respirar.

—Lo siento, Alfred... No te estoy dejando dormir —susurra ella, siendo consciente de que el chico está tan despejado como ella.

—No pasa nada, tranquila. ¿Quieres que te prepare algo caliente? No hay mucho en esta casa, no vengo demasiado por aquí, pero supongo que en la cocina habrá algo con lo que pueda ayudarte.

—¿Me harías un Cola Cao?

—No, Cola Cao no —la voz de Alfred se torna seria—. Te pensaba con un poco de mejor gusto, en esta casa se toma Nesquik —ese comentario provoca la risa de Amaia, que acaba desembocando en otro ataque de tos—. No salgas de la cama, te lo traeré aquí. Ahora vuelvo.

Durante los breves minutos que Alfred tarda en regresar con el vaso de leche caliente, Amaia no puede evitar pensar en la suerte que tiene por haber encontrado alguien como él que, a pesar de todo, la cuida y la quiere de forma incondicional.

—Toma, aquí tienes —dice el chico mientras pone el tazón en sus manos y se sienta en el lado de la cama que ocupa Amaia, justo en el borde. El flequillo de la chica parece estorbarle, así que él dirige su mano hasta la frente de Amaia y retira el pelo de la zona—. Estás ardiendo —comenta él mientras posa su mano sobre la zona—. Joder, Amaia, tienes fiebre.

—No... es que el nórdico... —comenta ella con voz somnolienta, es evidente que por la rojez de su rostro y el brillo de sus ojos la chica está más enferma de lo que realmente ha dicho.

—Ni nórdico ni nada —le interrumpe Alfred—. Voy a por un paracetamol, tienes que bajar esa fiebre. Mañana por la mañana llamamos a tus padres y vamos al médico, Amaia.

—Joer, que no, Alfred. Que esto se me pasa durmiendo, ya lo verás. Venga, métete conmigo en la cama.

Sin embargo, Alfred es tan obstinado que hace oídos sordos y, hasta que ella no se toma la pastilla, él no vuelve a la cama. Vuelven a la postura que tenían antes de que él se levantara y, por fin, parece que ambos consiguen dormirse hasta el móvil de Amaia comienza a vibrar. Ella no se entera, sigue sumida en un profundo sueño, así que él extiende el brazo y coge la llamada.

—Hija, creo que son horas de volver a casa. Que estamos todos aquí, las abuelas, los tíos, los primos, para poder estar un rato contigo antes de que tengas que volver al Palau —la inconfundible voz de Javiera se encuentra al otro lado del teléfono, con su interminable verborrea.

—Javi... —susurra el chico mientras sale de la habitación para que Amaia no se despierte—. Soy yo, Alfred, no te asustes. Te cojo yo el teléfono porque Amaia sigue dormida, ha tenido fiebre esta noche y necesita descansar un poco.

—¿Fiebre? —la preocupación de Javiera es palpable—. Es que no se cuida nada, ni se cuida ella ni cuida su voz. Seguro que ha estado por ahí trasteando sin jersey, sin abrigarse, sin ponerse una bufanda ni nada... Muchas gracias, hijo.

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