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Mientras el coche avanza hasta Mendillorri, Amaia no puede evitar abstraerse mirando por la ventanilla. Aunque es de noche puede identificar a la perfección cada lugar por el que pasan: calles estrechas donde ha paseado de camino a casa de su abuela, la academia donde acudía a clases particulares, el parque donde compartió tantos momentos con sus amigas y sus primeros ligues...

Aquellos momentos le parecen muy lejanos en el espacio y en el tiempo, como si fuera la vida de otra persona y, realmente, así es. De aquella Amaia ya queda más bien poco, ahora la vida le ha hecho madurar de golpe, aunque siga manteniendo parte de esa inocencia que siempre ha encandilado a todo aquel que le conoce.

Pero aquella Amaia era anónima, al menos para la gran mayoría de la gente que se cruzaba por la calle, aunque Pamplona sea una ciudad pequeña y hubiera aún algún seguidor de El número uno que le paraba de vez en cuando por la calle.

—Te queda bien ese pelo, Amaia —dice su padre mirándole desde el espejo retrovisor.

—¿Sí? ¿Te gusta? —su padre asiente desde la parte delantera—. No estaba muy segura, la verdad. Creo que me hace la cara más alargada aún...

—Te queda muy bien, cariño —por fin abre la boca Javiera, desde que se han montado en el coche su madre no ha dicho ni media palabra. Está preocupada porque sabe que la charla sobre el orden en su vida es inminente—. Aunque a veces el flequillo molesta mucho cuando crece.

Cuando llega a su casa, ese chalet adosado a las afueras de Pamplona, comprueba que Ángela está esperando en el salón. Cuando se reencuentra con su hermana se funden en un profundo abrazo. Amaia nota que su hermana está mucho más delgada que la última vez que se vieron pero no puede evitar pensar que son percepciones suyas.

Todo en su casa está tal y como lo recuerda: las fotos en su sitio, devolviéndole la sonrisa congelada del perpetuo recuerdo de otros tiempos; el meticuloso orden en el que siempre está todo, al contrario que el caos que ella ha establecido en su piso de Barcelona; sus padres diciéndole cómo y cuándo debe subir su maleta a su cuarto, que ha de compartir con Ángela. Y, sin embargo, a pesar de los recuerdos, del estricto orden, de tener que compartir espacio con otra persona, no puede evitar echar de menos la sensación de sentirse en casa, de pertenecer a un lugar, de saber que los suyos están para ella siempre y cuando quiera, sin kilómetros de por medio.

La cena transcurre tranquila, sin agobios, sin preguntas incómodas y eso a Amaia le alegra y le preocupa a partes iguales. Ella esperaba algún comentario por parte de su madre, al menos, pero nadie le pregunta por Alfred y por su situación; sólo hablan de sus vidas cotidianas, como si nada hubiera cambiado, como si ella no fuera una de las personas más conocidas de este país.

Pasan el resto de la noche en los sofás del salón, viendo cualquier tontería en la televisión a la que ella no presta especial atención porque está hablando con sus amigas por Whats App. Sin darse cuenta se queda dormida en el sofá hasta que su padre le despierta.

–Venga, Amaia, es tarde. Vete a la cama —la voz de su padre logra tranquilizarle a niveles inigualables.

La chica sabe que su padre tiene razón, está agotada, la noche de antes no ha dormido prácticamente y la mañana se la ha pasado retozando con Alfred; no obstante, lo que más le cansa en la vida es viajar y las horas de tren han contribuido a aumentar su cansancio.

A la mañana siguiente se despierta y encuentra el cuarto vacío, Ángela ha debido ir a trabajar y no le ha despertado para desayunar juntas, conforme es lo habitual en ellas. Sale de su cuarto y baja las escaleras que conducen a la parte baja de la casa, se la encuentra extrañamente silenciosa. Supone que todos están trabajando y que Javier habrá quedado con alguno de sus amigos para pasar la mañana.

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