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Está terriblemente aburrida en su casa, desde que Alfred se ha ido esa mañana siente que su vida se ha apagado un poco y sabe que eso no está bien. Sabe que su felicidad no debe depender de si una persona está o no a su lado, precisamente por eso ella le ha pedido un tiempo. Necesita distancia para acostumbrarse a lo que les va a venir encima cuando ambos estén de promoción, de gira, de grabación...

Amaia cae en la cuenta de que quizás deberían plantearse coincidir en todas esas cosas para al menos tener un mes al año para dedicarse en cuerpo y alma al otro. Un sentimiento extraño lleva instalado en su pecho desde que esa idea ha comenzado a rondarle la cabeza: ¿cuántas veces a lo largo de un año podrían coincidir? ¿Es suficiente para ella verle tan sólo un mes?

Siempre ha sido consciente de que no son una pareja al uso, nada de lo que les ha pasado durante esos meses es habitual en otras parejas. Ellos empezaron conviviendo, ni siquiera podrían considerarse amigos porque ambos se sintieron atraídos el uno por el otro desde el primer momento en el que se vieron. Sin embargo, ella siempre ha tenido la sensación de que se conocen de toda la vida, al menos así lo ha estado sintiendo hasta hace un par de semanas.

Coge su móvil y mira la última conversación con su ¿novio? ¿ex novio? Esa palabra suena fatal en su cabeza, se siguen queriendo, se siguen viendo y ni siquiera tiene claro si quiere romper con él de forma definitiva. El chico no le ha dicho si ha llegado a Madrid bien, si la reunión con Universal ha ido tal y como él esperaba. Nada, no le ha dicho nada. Claro, ¿cómo le va a contar algo si no siguen juntos?

No para de darle vueltas a su cabeza, es un mar de dudas. Tiene muchas más dudas que cuando estaba en Nueva York, porque allí veía claro que necesitaba alejarse de él para empezar a quererse ella misma un poco mejor y, no obstante, ahí está, dedicando a Alfred cada pensamiento que se cruza en su cabeza.

La vibración de su móvil le saca de su ensoñación, piensa que es él, pero descubre que realmente son sus amigas las que le proponen salir un rato por la noche, pero a ella no le apetece nada. Hace un rato que ha salido de sus clases de piano en el conservatorio y todo lo que necesita es meterse en esa cama que aún conserva el olor de Alfred.

Cena algo rápido y toca un rato su guitarra nueva, no puede evitar sonreír al rememorar la ilusión con la que él le dio anoche ese regalo. Es increíble que él recuerde esos detalles que a ella siempre le pasan desapercibidos; no necesitaba una guitarra nueva, pero quizás ese capricho que él le ha dado es la muestra de que le escucha, porque ella muchas veces le ha comentado que quería una guitarra acústica y él ha querido darle el gusto.

Se nota cansada, así que decide ir a la cama. Ha madrugado bastante, el despertador de Alfred ha sonado a las 7 de la mañana, ya que a las 8:30 el chico tenía que estar en Sants para coger el AVE que le llevaba hasta Madrid. Como suele ser perezoso, no ha apagado el despertador hasta que Amaia se ha encargado de hacerlo y, por no perder la tradición, ha sido ella misma quien le ha despertado a base de besos y caricias repartidos por toda su cara.

Tampoco es que haya dormido lo suficiente, se acostaron tarde después de haber terminado una película y haberse quedado hablando y tocando la guitarra hasta bien entrada la madrugada. El tímido beso que Amaia le regaló a Alfred en la comisura de sus labios empezó siendo el preludio de un juego con fuego que terminó por quemarles a ambos y terminaron enredados en las sábanas de su cama hasta que acabaron agotados, sudorosos y satisfechos por haber compuesto la mejor de las melodías en sus cuerpos.

Ahí, en la oscuridad de la noche, tapada con el edredón hasta el cuello y aspirando el olor que él ha dejado impregnado en sus sábanas, Amaia piensa que son totalmente inevitables. No se pueden desenganchar tan fácilmente el uno del otro y, posiblemente, superar esa relación les costaría más de lo que creen.

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