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El ensordecedor ruido del exterior se cuela hasta sus oídos, los latidos de su corazón se acompasan con las palmas que se escuchan en el recinto. Un coro de casi 20.000 personas acompaña a la potente voz de Miriam, mientras se prepara para saltar al escenario y hacer lo que mejor se le da.

Se coloca sus in ears personalizados, se ajusta la cinta de la guitarra eléctrica para que no se arrugue su impecable traje de Ernesto Artillo y toma aire antes de saltar al escenario.

Los gritos, aún más audibles que entre bambalinas, le transportan a otra dimensión y se mete en el papel de estrella del rock que cree ser. Sus manos se mueven rápidas por el mástil de su guitarra eléctrica, la gente corea ese tema que Nil le compuso para Eurovisión y que él supo hacerlo suyo.

Las linternas de los móviles iluminan el Palau Sant Jordi y, de pronto, recuerda las palabras que Amaia dijo sobre él hace meses en el Vistalegre: La persona más luminosa del planeta. Y ahora es cuando es consciente de que ella tiene razón; que todas aquellas personas están ahí por él, por su música, por lo que ha conseguido transmitir en unos cuantos acordes y con su propia voz, y comprende que no puede fallarles, no puede decepcionar a ese gran público que ha logrado gracias a su concurso, a su historia de amor y a su propio esfuerzo y talento.

Amaia, que observa la escena desde el backstage no puede evitar sentir orgullo por él, por ver cómo consigue movilizar a todo un estadio y confirma su sospecha de que Alfred ha nacido para estar en un escenario.

Su corazón se divide entre el orgullo y el enfado; le encanta ver cómo se comporta sobre las tablas pero lo que ha hecho con ella durante la interpretación grupal de A quién le importa le ha dolido en lo más profundo de su ser. Cuando Amaia se ha girado en el inicio de la canción, él le ha girado la cara y se ha puesto a hacerle carantoñas a Thalía.

No siente celos de su compañera, pero esperaba que Alfred le hiciera caso, que le siguiera el juego, como siempre. Pero no, el chico ha preferido ignorarla y seguir a lo suyo y ella está molesta, muy molesta, con él.

—Amaia, venga... —le dice uno de los operadores—. Es tu turno.

Ha estado tan pensativa que ni siquiera ha reparado en que Alfred hace unos segundos que ha acabado de cantar Que nos sigan las luces. Avanza decidida hasta el piano, donde él ya le espera.

No puede evitar mirarlo y sonreír, como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera puesto su vida patas arriba en los últimos meses. Él, sonriente y ajeno al enfado de Amaia, le hace un hueco para que ella tome asiento a su izquierda.

Se concentra y pone sus dedos sobre el teclado del piano, cierra los ojos, intentando recordar las teclas exactas que activen el inicio de esa melodía. Nota la mirada de la chica clavada en él, la respiración de Amaia es entrecortada, está tan nerviosa como él.

Sus dedos comienzan a golpear con suavidad el piano, haciendo posible que el estadio se inunde con la banda sonora de su propia vida. Su voz, algo dubitativa, empieza a recitar las estrofas que le corresponden y, como si fuera una premonición, sabe que Amaia no está preparada para cantar su parte.

Está afónica y los nervios sólo logran incrementar esa afonía. La chica traga saliva, respira profundamente y, por fin, entona sus estrofas. No llega a las notas más altas y, aunque él insistió la tarde anterior en bajar un par de tonos para que ella no tuviera que forzar sus cuerdas vocales, Amaia hace el esfuerzo por adaptarse lo máximo posible a Alfred.

La canción continua a pesar de que cada vez le cuesta más seguir y es inevitable que Alfred asienta con fuerza cuando de la boca ella se escucha un it's love, porque es tan real como que la Tierra es redonda, nunca jamás ha escuchado una verdad tan grande como que lo que tienen ellos es pura y genuinamente amor, a pesar de todo, a pesar de estar al borde del abismo.

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